La muerte del hijo del guerrillero / 2 (dedicado a Ismael Gómez San Honorio).


JUAN G. BEDOYA / Alerta / 7 de agosto de 2008.
La fundación Bruno Alonso debería seguir adelante con su idea del ‘museo del maqui’, en Señas, la cuna de Juanín Gómez, o donde sea. No hablo de la memoria que el Gobierno Zapatero llama ‘histórica’ (como si hubiera otro tipo de memoria que no sea la histórica), sino de justicia. Por qué se echaron al monte, qué habían hecho aquellos muchachos para ser apalizados cada tarde tras volver de sus trabajaos forzados, quiénes eran, cómo resistieron, cómo murieron y cuántos inocentes sufrieron los efectos colaterales). Pero estaba contándoles la muerte, hace unos pocos días, de Maelín, Ismael Gómez San Honorio, el hijo del mítico guerrillero Francisco Bedoya. Mercedes San Honorio lo parió en Abanillas en 1947 y se fue a Argentina dos años más tarde, huyendo de la quema, como suele decirse, dejando al chiquillo al cuidado de la madre de Bedoya, Julia Pérez.

Entre los bonitos juguetes de madera que Paco Bedoya tallaba para su hijo en las brutales cárceles que habitó antes de echarse al monte hubo un estuche que hizo llegar a la novia Leles a Buenos Aires. A finales de 1952 Ismael también viajó, con apenas cinco años, a América a reencontrarse con la madre. Así fue como perdió su historia familiar. Sin apenas información sobre el padre, ni facilidades para conseguirla, cincuenta años después de la muerte de Bedoya, Maelín vuelve a España. En 1999 lo hará por última, con el estuche de madera, cartas y algunas fotos del padre, siempre buscando respuestas y detalles. Ese año conoce a Antonio Brevers, que ya estaba investigando para su libro ‘Juanín y Bedoya. Los últimos guerrilleros’, y se hicieron grandes amigos.

El hijo del guerrillero murió el 24 de julio pasado, rodeado de sus hijos Magali y Fernando, (tuvo cinco, pero tres siguen en Argentina). Sus cenizas fueron esparcidas en el mar, en un rincón de la costa de Cóbreces. El lugar se llama Volao. «Ismael y yo habíamos estado allí en varias ocasiones, siguiendo los pasos de Juanín y Bedoya. Le encantaba el sitio. Allí, acompañado de mi mujer y de sus hijos y de los míos, lancé las cenizas de Ismael al Cantábrico, como él quería. La tarde era preciosa», dice Brevers, emocionado.