La muerte del hijo del guerillero / 1 (dedicado a Ismael Gómez San Honorio).


JUAN G. BEDOYA / Alerta / 6 de agosto de 2008.
Soy un lebaniego crecido entre montañas donde los chiquillos teníamos más miedo a la Guardia Civil que a los bandidos del monte. Recuerdo la tarde, al anochecer, en que mataron a Juanín, a unos tres kilómetros de mi pueblo. Juanín era casi vecino y tenía la edad de mi padre, año arriba o abajo. Su casa sigue en pie, ruinosa, en Señas. Hace un par de años estaba en venta, cuando subimos hasta allá Ramón Viadero, Jesús Gutiérrez Morlote, José Manuel Cano y otros patronos de la Fundación Bruno Alonso con la idea de abrir allí una especie de ‘Museo del Maqui de Cantabria’. Bien se lo ganaron aquellos guerrilleros, si hago caso a mis recuerdos de infancia. Cuando yo era niño, ‘los del monte’ eran personajes misteriosos y rebeldes, sobre los que, según en qué cocinas, se nos contaban historias heroicas o terribles. Los jefes de la guardia entonces bastante incivil iban por los pueblos a caballo, la imagen del abuso, y obligaban a los vecinos a entrar con horcas en los pajares. «Pincha ahí, y ahora allí...», ordenaban, inmisericordes. Los vecinos estaban, en el mejor caso, atrapados entre dos fuegos.

En el pueblo me siguen llamando Juanín. Me apellido, de segundo, Bedoya. Y encima dicen que soy ‘rojo’. Imaginen. No me pierdo un buen libro sobre la guerrilla antifascista de los años 40 a 60 del siglo pasado. El de Antonio Brevers (‘Juanín y Bedoya. Los últimos guerrilleros’. Cloux Editores. 2007) es el último y más completo.

Brevers me envió hace unos días, por móvil, este mensaje: «Acaba de fallecer Maelín». Maelín era Ismael Gómez San Honorio, el hijo del guerrillero Francisco Bedoya. Su madre, Mercedes San Honorio, lo tuvo en Abanillas el 19 de octubre de 1947, pero hubo de dejarlo en Las Carrás a cargo de la abuela paterna, Julia, para escapar en 1949 de la asfi xia policial camino de Argentina. Maelín acudía con la abuela a visitar a su padre a la prisión provincial de Santander o a la cárcel de Fuencarral, en Madrid. Y Bedoya le tallaba maravillosos juguetes de madera. Poco más tarde se echó al monte, a por la libertad. Mañana les cuento.