Un Triángulo vital para la República: Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética ante la Guerra Civil española.

Enrique Moradiellos
Universidad de Extremadura, Cáceres.
HISPANIA NOVA Nº1 06/01/1999

Resumen: El artículo examina el impacto de la guerra civil española sobre el inestable escenario europeo contemporáneo y se centra particularmente en la respuesta dada a la misma por las potencias democráticas occidentales, Gran Bretaña y Francia, y por la Unión Soviética.

Su conclusión fundamental es que el espinoso "problema español" puso de manifiesto reiteradamente durante la segunda mitad de los años treinta la profunda disonancia entre la "política de seguridad colectiva", tal y como la entendía la URSS, y la "política de apaciguamiento", tal y como la practicaban los gobiernos británico y francés. En consecuencia, la larga guerra de España aparece como un episodio crucial en el fracaso de las tentativas para formar un amplio frente diplomático y militar en el continente europeo contra el expansionismo del Eje italo-germano.

Palabras claves: Guerra civil española, política de apaciguamiento, seguridad colectiva, Gran Bretaña, Francia, Unión Soviética, No Intervención.

Abstract: This article analyses the impact of the Spanish Civil War upon the unstable European context of the late 1930s and, particularly, upon the reactions towards the conflict of the Democratic Powers, Great Britain and France, on the one hand, and the Soviet Union, on the other. Its fundamental conclusion is that the prickly "Spanish problem" revealed throughout the profound cleavage between the "policy of collective security" as it was understood by the USSR and the "policy of appeasement" as it was practised by the French and British governments. Indeed, the prolonged war in Spain seemed to be a crucial factor in the failure to create a broad diplomatic and military front in Europe against the expansionism of the Axis Powers.

Key Words: Spanish Civil War, Appeasement, Collective Security, Great Britain, France, Soviet Union, Non-Intervention.

La guerra civil que se libró en España entre julio de 1936 y abril de 1939 tuvo sus orígenes y causas en motivos propiamente internos españoles: las graves tensiones sociales y la violenta polarización política que había cristalizado en el país en un contexto de profunda crisis económica. Sin embargo, el curso efectivo y el desenlace final de ese conflicto interno estuvieron crucialmente condicionados por el contexto europeo contemporáneo. La forma más evidente de ese condicionamiento fue la intervención (o no-intervención) en la guerra española de varias potencias continentales que prestaron su ayuda (o rehusaron hacerlo) a uno u otro de los contendientes. El proceso de internacionalización derivado de tal intervención exterior confirió a la crisis española una importancia decisiva en el panorama diplomático que precedió a la Segunda Guerra Mundial y dio origen al apasionado debate que convulsionó a la opinión pública europea e internacional de la época. No en vano, durante casi tres años, la arena española se convirtió en el cruento escenario de una guerra civil europea en miniatura, a pequeña escala y premonitoria de la que habría de estallar en septiembre de 1939.

La rápida internacionalización experimentada por el conflicto español tuvo como resultado la creación de una estructura de apoyos e inhibiciones exteriores muy desigual para ambos bandos y de efectos muy dispares. Por un lado, el ejército insurgente liderado por el general Francisco Franco pudo contar desde muy pronto y durante toda la contienda con la vital ayuda militar y financiera de dos grandes potencias, la Alemania nazi y la Italia fascista, y con el importante apoyo logístico del Portugal de Oliveira Salazar. Sin embargo, el gobierno republicano vio frustrados todos sus esfuerzos para lograr la necesaria asistencia militar de Francia y Gran Bretaña y sólo consiguió el inexcusable pero insuficiente respaldo de la Unión Soviética.

Esa configuración de fuerzas supuso a la postre una ventaja decisiva para el esfuerzo bélico del bando franquista y un perjuicio letal para la capacidad defensiva del gobierno republicano. También supuso un alineamiento diplomático de enorme transcendencia para las relaciones entre las grandes potencias europeas en una coyuntura crítica. No en vano, si por un lado confirmaba la progresiva alianza entre dos regímenes fascistas volcados a la revisión violenta del status quo continental, por otro ratificaba las dificultades de entendimiento entre las democracias occidentales y la Unión Soviética para hacer frente a ese peligro compartido. La guerra civil española, de hecho, revelaría con claridad las muy distintas percepciones sobre la situación europea y sus peligros abrigadas en los círculos oficiales de la URSS y en los medios gubernamentales de la entente franco-británica. A lo largo de casi tres años, el espinoso "problema español" pondría de manifiesto la profunda disonancia entre la "política de seguridad colectiva" tal y como la entendía la diplomacia soviética y la "política de apaciguamiento" tal y como la practicaban los gobiernos británico y francés.

El contexto europeo e internacional en los años treinta.

La crisis del orden europeo que se habría de manifestar tan vivamente a partir de 1936 tenía su origen en la fragilidad del sistema de relaciones internacionales surgido tras la apretada victoria de la coalición aliada en noviembre de 1918. El santo y seña simbólico de dicho sistema era la Sociedad de Naciones, organismo encargado de mantener la paz y la seguridad colectiva a través de las consultas intergubernamentales periódicas, el arbitraje y el recurso a las sanciones económicas o militares frente a un Estado agresor. La profunda crisis económica desatada a finales de 1929 terminó por romper su precaria estabilidad porque había provocado graves desequilibrios en las relaciones interestatales y en la dinámica interna socio-política de varias potencias europeas y extra-europeas1.

La principal amenaza contra el orden internacional imperante en la Europa de entreguerras provenía de los nuevos regímenes contrarrevolucionarios y totalitarios implantados por Benito Mussolini en Italia (1922) y Adolf Hitler en Alemania (1933). Como corolario a su política común de férrea disciplina social, autarquía económica y exaltación nacionalista, tanto la dictadura fascista como la nazi postulaban una política exterior beligerante y revisionista del status quo territorial, buscando así fuera de sus fronteras la solución a las graves tensiones y dificultades latentes en su propio interior.

En el caso italiano, el pragmatismo coyuntural desplegado por el Duce se combinaba con una notable coherencia programática: se trataba de convertir a Italia en la potencia hegemónica del Mediterráneo, reactualizando el Mare Nostrum de la Roma imperial. A este fin habían respondido sus cautelosas actividades en Corfú, Albania y Libia durante los años veinte, como paso previo a iniciativas mayores sólo imaginables cuando Italia hubiera logrado una potencia económica y militar suficiente y una cobertura diplomática más propicia2. En el caso del Tercer Reich, el oportunismo táctico del Führer también se combinaba con un programa de expansión de Alemania en fases graduales: 1º) recuperación de la plena capacidad militar y los territorios perdidos por el tratado de paz de Versalles en 1919; 2º) conversión en potencia hegemónica en Europa central, anexionando o neutralizando a rivales como Austria, Checoslovaquia y Polonia; y 3º) conquista de la Rusia europea para convertirse en una potencia continental inexpugnable y una gran potencia mundial sin parangón. Dicha expansión territorial sería paralela a un proceso de depuración biológica de la población alemana y europea que implicaba el exterminio de las razas consideradas inferiores desde la perspectiva racista nazi3.

Las pretensiones revisionistas abrigadas por la Italia fascista y la Alemania nazi estaban en franca oposición a los intereses y propósitos de las dos principales potencias beneficiarias y garantes del status quo en Europa: los regímenes democráticos de Francia y Gran Bretaña, grandes vencedores del conflicto de 1914-1918 con la indispensable ayuda de los Estados Unidos. En ambos países se percibía con suma prevención el revisionismo territorial nazi y el irredentismo imperial fascista. Por eso se mantuvo inalterable durante todo el período de entreguerras la entente franco-británica a pesar de ocasionales fricciones y por eso Francia había desarrollado un complejo sistema de alianzas bilaterales con Polonia, Checoslovaquia, Rumanía y Yugoslavia para prevenir una agresión alemana. Sin embargo, también se consideraba muy improbable una combinación hostil de ambas dictaduras porque existía un claro antagonismo en su respectiva política exterior: la voluntad alemana de anexionar Austria y lograr la hegemonía en los Balcanes se enfrentaba al propósito italiano de garantizar la independencia austríaca (como estado tapón en el norte) y de ejercer un protectorado de facto sobre los Balcanes4.

Por otra parte, el temor franco-británico a lo que parecía una difícil concertación italo-germana estaba eclipsado por otra preocupación fundamental en el escenario diplomático de la época: la sustitución de Rusia por la Unión Soviética tras el triunfo de la revolución bolchevique en octubre de 1917. Tanto por su naturaleza social revolucionaria y anticapitalista, como por su ascendiente en la política interior de otros Estados a través de los Partidos Comunistas, la URSS provocaba fuertes recelos en los círculos gobernantes británicos y franceses, tanto si eran conservadores como liberales, socialdemócratas o laboristas. Además, en esos medios políticos existía la convicción de que el estallido de otra guerra general europea sólo serviría para desencadenar nuevas revoluciones sociales y extender el comunismo, tal y como había sucedido en la propia Rusia y en Europa central entre 1917 y 1920.

Entre tanto, la férrea dictadura de Stalin había impreso un cambio de rumbo muy notable a la política exterior de la Unión Soviética tras la instauración en Alemania del régimen nazi y su declarado programa de expansión anticomunista hacia el Este. Hasta ese momento, los dirigentes soviéticos habían alentado a través de la Comintern (Internacional Comunista) el proyecto de una revolución mundial que sacara de su aislamiento al régimen revolucionario y facilitara el difícil proceso de "construcción del socialismo en un solo país" mediante la industrialización y la colectivización agraria. Destruida esa esperanza, la aguda conciencia de vulnerabilidad estratégica e impreparación militar había sido agravada por el surgimiento casi simultáneo del peligro expansionista japonés en Asia oriental y del peligro alemán en Europa central. El temor a una agresión combinada por ambos flancos distantes y expuestos, con la posible connivencia del resto de las potencias capitalistas, había forzado a Stalin a retirar su apoyo a la revolución mundial y a buscar un entendimiento diplomático y militar con las potencias democráticas para contener la amenaza alemana y evitar la pesadilla de una coalición de estados capitalistas contra la URSS. Esa era la firme razón de la nueva política exterior soviética de defensa de la seguridad colectiva y el status quo emprendida en 1934 con el ingreso en la Sociedad de Naciones. Su complemento necesario era la nueva estrategia de los partidos comunistas nacionales en favor de la constitución de frentes populares interclasistas para la defensa de la democracia y en oposición al fascismo (doctrina aprobada oficialmente en el VII congreso de la Comintern celebrado en Moscú en agosto de 1935). El fruto más preciado de esa nueva orientación política y diplomática fue la firma del tratado franco-soviético de mayo de 1935, que reflejaba la fuerte ansiedad francesa ante el renacido peligro alemán y prescribía la asistencia mutua de ambas potencias en caso de agresión por parte de terceros5.

Dentro de ese inestable contexto diplomático, el primer aldabonazo al precario sistema internacional lo había dado Japón en 1931, al ocupar la provincia china de Manchuria, pese a las protestas y denuncias de la Sociedad de Naciones. Dos años después, Hitler secundó ese desafío retirando a Alemania de la Sociedad de Naciones y poniendo en marcha un programa de rearme intenso que violaba abiertamente las cláusulas del tratado de Versalles. En 1935 fue Mussolini quien hizo quebrar de nuevo la política de seguridad colectiva al ocupar violentamente Abisinia y resistir las sanciones económicas decretadas contra Italia por la Sociedad de Naciones. Por último, en marzo de 1936, Hitler aprovechó la división creada entre Italia y las potencias democráticas a propósito de Abisinia y ordenó la remilitarización de Renania, estratégica provincia fronteriza con Francia que había sido desmilitarizada en 1919.

Ninguno de esos actos revisionistas, realizados siempre manu militari, fueron contenidos de manera efectiva por Francia y Gran Bretaña, que seguían confiando en la posibilidad de evitar un nuevo enfrentamiento armado y de lograr un reacomodo de las pretensiones italianas y alemanas en el concierto europeo e internacional. De hecho, los dirigentes británicos, secundados con mayor o menor entusiasmo por las autoridades francesas, habían puesto en marcha desde el inicio de la crisis la llamada "política de apaciguamiento" de ambas dictaduras. Esta política era esencialmente una estrategia diplomática de emergencia destinada a evitar una nueva guerra mediante la negociación explícita (o aceptación implícita) de cambios razonables en el status quo territorial (sobre todo en Europa oriental) que satisficieran sustancialmente las demandas revisionistas germano-italianas sin poner en peligro los intereses vitales franco-británicos6. Una de sus primeras manifestaciones había sido la conclusión del acuerdo naval anglo-germano de junio de 1935, que condonaba unilateralmente el rearme militar nazi a cambio de una promesa de estricta limitación en las dimensiones de su flota de guerra. El sentido de dicho acuerdo era exactamente el inverso al tratado franco-soviético firmado el mes anterior y demostraba el progresivo abandono por Gran Bretaña de la política de seguridad colectiva en favor de una diplomacia bilateral más pragmática y realista.

En la base de dicha política de apaciguamiento estaba la convicción de que ambas democracias no tenían fuerza militar ni recursos humanos o económicos suficientes para librar un posible conflicto con las tres potencias revisionistas simultáneamente. Y ello por varios motivos. Primeramente, por la debilidad económica de ambos países como resultado de la grave crisis económica; una debilidad que afectó mucho más a Francia que a Gran Bretaña y que otorgó a este país la posición dominante en la alianza bilateral franco-británica. En segundo orden, por la vulnerabilidad militar francesa y británica en caso de conflicto simultáneo con Japón en el Lejano Oriente, Alemania en Europa e Italia en el Mediterráneo: de hecho, ya la Primera Guerra Mundial había demostrado la extrema dificultad de contener sin aliados el empuje bélico alemán en un solo frente. En tercer lugar, por la desventajosa situación diplomática de los años treinta: a diferencia de 1914-1918, Gran Bretaña y Francia no podían contar con la ayuda vital de los EE.UU. (replegados a una posición de aislacionismo absoluto), ni tampoco con la de Rusia (convertida en un país peligroso por sus doctrinas sociales, sospechoso por sus intenciones políticas e incierto por su valor militar). Y en cuarto y último lugar, por la fragilidad política de ambos Estados: la expectativa de un enfrentamiento bélico provocaba gran rechazo en la opinión pública francesa y británica, cuyos sentimientos pacifistas pretendían evitar a toda costa, si era posible, una nueva sangría humana como la de la última Gran Guerra.

Estas sólidas razones apuntalaban la conveniencia de transitar la vía del apaciguamiento como estrategia más adecuada para evitar un nuevo conflicto europeo y para ensayar la posibilidad de un reacomodo de las demandas de Italia y Alemania sin llegar a un enfrentamiento total. De hecho, la respuesta anglo-francesa ante el estallido de la guerra civil española y sus implicaciones internacionales se subordinaría en todo momento a los objetivos básicos de esa política de apaciguamiento general. De igual modo, la reacción soviética a la crisis española también se enmarcaría dentro de los parámetros de su política de seguridad colectiva y búsqueda de aliados occidentales para frenar el expansionismo germano.

El proceso de internacionalización del conflicto: fracasos republicanos y éxitos insurgentes.

En ese contexto internacional, el 17 de julio de 1936 comenzó en el Marruecos español una potente insurrección militar contra el gobierno de la República que se extendió en los días sucesivos a la Península, las islas Baleares y las Canarias. Se trataba del acto final de una amplia conspiración que se había ido configurando desde la victoria electoral del Frente Popular (coalición de las fuerzas de izquierda) en febrero de 1936. Los generales que diseñaron la operación habían previsto un levantamiento simultáneo del Ejército en todo el país que pusiera en sus manos sin grandes resistencias el aparato del Estado en un plazo breve, como había sucedido en anteriores ocasiones (la última en 1923 con el golpe del general Primo de Rivera). Sin embargo, la fragmentación política del propio Ejército, la lealtad de amplios sectores de las fuerzas de seguridad y de la marinería, unido a la decisiva intervención contraria del proletariado urbano organizado, hicieron fracasar el levantamiento en las zonas más pobladas, urbanizadas e industriales del país (incluyendo las ciudades de Madrid y Barcelona). Este revés inesperado dejó a los sublevados ante la necesidad de conquistar militarmente la zona bajo dominio del gobierno republicano, el cual se aprestó a la defensa a pesar del grave quebranto social e institucional originado en su retaguardia por la amplia defección de sus fuerzas armadas y de seguridad. En definitiva, el fracaso parcial del pronunciamiento militar hacía inevitable dirimir el empate mediante una verdadera guerra civil7.

Ambos bandos tuvieron conciencia inmediata de que en España no existían ni estaban disponibles los medios materiales y el equipo militar necesarios para sostener un esfuerzo bélico de envergadura y prolongado. Por ese motivo, el mismo día 19 de julio de 1936, tanto el jefe del nuevo gobierno republicano, José Giral, como el general Francisco Franco, comandante de las cruciales fuerzas sublevadas en Marruecos, se dirigieron en demanda de ayuda a las potencias europeas de las que podían esperar algún auxilio y apoyo. La República solicitó confidencialmente el envío de aviones y municiones para aplastar la sublevación a Francia, donde hacía pocas semanas había accedido al poder un gobierno análogo de Frente Popular presidido por el socialista Léon Blum. El general Franco envió sus emisarios personales a Roma y Berlín solicitando también armas y aviones para transportar sus experimentadas tropas a Sevilla y poder iniciar así la marcha sobre Madrid, capital cuya conquista era requisito para lograr el reconocimiento internacional. La simultánea petición de ayuda exterior formulada por ambos bandos suponía un reconocimiento explícito de la dimensión internacional presente en el conflicto español y un intento deliberado de sumergirlo en las graves tensiones que fracturaban la Europa de los años treinta. De hecho, ambas peticiones, en el contexto crítico del verano de 1936, iban a abrir la vía a un rápido proceso de internacionalización de la guerra civil que tuvo resultados bien distintos para los militares sublevados y para las autoridades de la República8.

Apenas finalizada la oleada de huelgas que había precedido la victoria electoral frentepopulista en Francia, Blum decidió el 21 de julio aceptar en secreto la demanda de ayuda republicana tras consultar con sus socios de coalición en el gobierno, los ministros del partido radical Édouard Daladier (Guerra) e Yvon Delbos (Asuntos Exteriores). Sólidas razones políticas y estratégicas aconsejaban esa medida al margen de preferencias ideológicas: la República española estaba regida por un gobierno reconocido y amigo, cuya benevolencia y colaboración sería crucial en caso de guerra europea para asegurar la tranquilidad de la frontera pirenaica y para garantizar el libre tránsito (comercial y de tropas) entre Francia y sus vitales colonias norteafricanas (donde estaba acuartelado un tercio del ejército francés). Sin embargo, nada más conocerse esa decisión gracias a una filtración de un agente franquista en la embajada española de París, la opinión pública y los medios políticos franceses se dividieron profundamente al respecto9.

La izquierda en general, socialista y comunista, así como sectores del partido radical, aprobaron la medida. Por su parte, la derecha política, la opinión pública católica, y amplios sectores de la administración estatal y del Ejército rechazaron enérgicamente el envío de cualquier ayuda y postularon la neutralidad por un doble motivo: la hostilidad hacia los síntomas revolucionarios percibidos en el bando gubernamental español y el temor a que la ayuda francesa desencadenase una guerra europea. El propio presidente de la República francesa advirtió a Blum crudamente: "Lo que se propone hacer, entregar armas a España, puede significar la guerra europea o la revolución en Francia"10. Además de esta fuerte oposición interior, que halló pronto eco en los influyentes ministros radicales (especialmente en Daladier y Delbos), Blum se encontró también con otra oposición igualmente firme y decisiva: la actitud de estricta neutralidad adoptada desde el primer momento por el gobierno británico, su vital e insustituible aliado en Europa.

En efecto, en el Reino Unido, el gabinete de mayoría conservadora en el poder desde 1931, presidido entonces por Stanley Baldwin, había visto en el estallido de la guerra española sobre todo un grave obstáculo para su política de apaciguamiento y el peligro de estallido de una nueva guerra europea. Además, debido a la situación española durante el primer semestre de 1936 y a las noticias sobre lo que sucedía en la retaguardia republicana, los gobernantes británicos estaban convencidos de que en España, bajo la mirada impotente del gobierno republicano, se estaba librando un combate entre un Ejército contrarrevolucionario y unas execrables milicias republicanas dominadas por militantes comunistas y anarquistas11. Así lo habían advertido los representantes diplomáticos y consulares británicos en el país con reiterada insistencia: "La verdad sobre España era que hoy no existía ningún gobierno. De un lado estaban actuando las fuerzas militares y de otro se les oponía un Soviet virtual" (llamada telefónica del agregado comercial el 21 de julio); "Si el gobierno triunfa y aplasta la rebelión militar, España se precipitará en el caos de alguna forma de bolchevismo" (despacho del cónsul general en Barcelona el 29). Esa doble preocupación quedó patente en la única directriz política que Baldwin le dio a su ministro de Asuntos Exteriores, el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, el 26 de julio de 1936: "De ningún modo, con independencia de lo que haga Francia o cualquier otro país, debe meternos en la lucha al lado de los rusos"12.

En función de ese doble motivo, y a fin de garantizar la seguridad de la base naval de Gibraltar (clave en la ruta imperial hacia la India) y de los cuantiosos intereses económicos británicos en España (el 40 por ciento de las inversiones extranjeras en España eran británicas), el gobierno del Reino Unido decidió inmediatamente adoptar de hecho una actitud de estricta neutralidad entre los dos bandos contendientes. Una neutralidad que significaba la imposición de un embargo de armas y municiones con destino a España, equiparando así en un aspecto clave y capital al gobierno legal reconocido (único con capacidad jurídica para importar dicho material) y a los militares insurgentes. Por eso mismo, se trataba de una neutralidad benévola hacia el bando insurgente y notoriamente malévola hacia la causa del gobierno de la República. Una minuta reservada del Primer Lord del Almirantazgo (Ministro de Marina) expresaba muy bien el carácter diferencial de esa política: "Por el momento parece claro que debemos mantener nuestra política de neutralidad. (...) Cuando hablo de "neutralidad" quiero decir estricta neutralidad ; es decir : una situación en la que los rusos ni oficial ni extraoficialmente den ayuda a los comunistas. En ningún caso debemos hacer nada que estimule el comunismo en España, especialmente si tenemos en cuenta que el comunismo en Portugal, adonde probablemente se extendería y sobre todo a Lisboa, sería un grave peligro para el Imperio Británico"13.

La situación creada por la profunda división interna en Francia y por la irreductible actitud neutralista británica preocuparon vivamente al gobierno francés y le llevaron a revocar su decisión inicial de prestar ayuda a la República. El 25 de julio de 1936, tras un intenso debate en el consejo de ministros, Léon Blum anunció la decisión de no intervenir en el conflicto español y cancelar cualquier envío de armas y municiones. Los gobernantes franceses creían que así contribuían a apaciguar la situación interna, a reforzar la alianza con Gran Bretaña, a localizar la lucha dentro de España y a evitar el peligro de su conversión en una guerra europea. Sin embargo, la retracción francesa no impidió ni mucho menos la rápida internacionalización del conflicto.

Las primeras peticiones de ayuda enviadas por los insurgentes a Alemania e Italia no habían obtenido una respuesta afirmativa inmediata. Pero el 25 de julio, tras recibir a dos emisarios personales de Franco llegados desde Marruecos, Hitler decidió enviar secretamente 20 aviones de transporte y 6 cazas con su correspondiente tripulación y equipo técnico14. Dos días después, tras reiteradas demandas de ayuda transmitidas por Franco a través del cónsul italiano en Tánger, Mussolini también decidió enviar en secreto 12 aviones de transporte15. Con el concurso de esos aparatos, Franco pudo organizar desde el 29 de julio un puente aéreo de tropas hacia Sevilla que eludiera el bloqueo naval implantado en el Estrecho de Gibraltar por la marina republicana y comenzar así la marcha sobre Madrid.

La decisión de ambos dictadores de intervenir en apoyo de Franco (tomada sin consulta mutua) se debió en su origen a consideraciones político-estratégicas muy similares. Ante todo, si el envío de una ayuda pequeña y encubierta favorecía el triunfo de la insurrección militar, podría modificarse a bajo coste y riesgo el equilibrio de fuerzas en el Mediterráneo occidental, privando a Francia de un aliado seguro en su flanco sur y consiguiendo la implantación de un régimen aliado o como mínimo neutral en la Península Ibérica. Además, en vista de la retracción francesa y de la inhibición británica, tanto Hitler como Mussolini apreciaron la oportunidad de tranquilizar a ambos gobiernos con el pretexto de estar prestando ayuda a una contrarrevolución anticomunista desinteresadamente y sin ulteriores propósitos inquietantes. La inesperada prolongación de la guerra y el aumento cuantitativo del apoyo germano-italiano a Franco irían reforzando estas primeras motivaciones con otras razones derivadas y secundarias: la pretensión alemana de asegurarse los suministros de piritas y mineral de hierro español (esenciales para abastecer su programa de rearme acelerado); el propósito de convertir la guerra española en un campo de pruebas militares donde sus ejércitos ensayaban técnicas y adquirían experiencia bélica con vistas al futuro; la voluntad de instrumentar el conflicto para acentuar las diferencias entre los gobiernos francés y británico y dentro de la opinión pública de ambos países; etc. A finales de diciembre de 1936, el embajador alemán en Roma exponía certeramente en un despacho confidencial para sus superiores esas prioridades y justificaba la acordada precedencia de Italia sobre Alemania en la política de asistencia a los insurgentes españoles: Los intereses de Alemania e Italia en el problema español coinciden en la medida en que ambas están tratando de evitar una victoria del bolchevismo en España o Cataluña. Sin embargo, mientras que Alemania no está buscando ningún interés diplomático inmediato en España más allá de éste, los esfuerzos de Roma sin duda que se dirigen a lograr que España se sume a su política mediterránea, o al menos a evitar la cooperación política entre España, de un lado, y Francia sola o con Inglaterra, de otro. (...) Debemos considerar deseable que se instale al sur de Francia un factor que, libre del bolchevismo, separado de la hegemonía de las potencias occidentales y aliado a Italia, haga a los franceses y a los británicos pararse a pensar. Un factor que se oponga al tránsito de tropas francesas desde Africa y que tome en plena consideración nuestras necesidades en el campo económico"16.

El origen y significado de la política de No Intervención colectiva

El comienzo de la intervención italo-germana en favor de Franco (inmediatamente descubierta porque dos de los aviones enviados por Italia aterrizaron por error en la Argelia francesa el 30 de julio) obligó al gobierno francés a reconsiderar su decisión de no intervenir en apoyo a la República. Sin embargo, la profunda división interna en el país y la absoluta oposición del aliado británico hicieron imposible la adopción de cualquier medida efectiva favorable a los republicanos. En esa situación, tras una fuerte discusión en el consejo de ministros y con el fin de lograr como mínimo un confinamiento real de la guerra española, el gobierno francés propuso el 1 de agosto de 1936 que las principales potencias europeas suscribieran un Acuerdo de No Intervención en España y prohibieran la venta, envío y tránsito de armas y municiones con destino a ambos bandos. En esencia, las autoridades francesas pretendían, en palabras textuales del jefe de gabinete de Blum, "evitar que otros hicieran lo que nosotros éramos incapaces de hacer"17. Puesto que no podían ayudar a la República, las autoridades francesas al menos intentarían evitar que Italia y Alemania ayudaran a los rebeldes. Un año más tarde, Louis de Brouckère, presidente de la Internacional Socialista y estrecho colaborador de Blum, confesaría al presidente de la República, Manuel Azaña, la imposibilidad de adoptar otra política con palabras bien reveladoras, según anotó en su diario el último: "El año pasado, al regresar de España (Brouckère había visitado el país a principios de agosto de 1936), llegó a París cuando se ponía en marcha la política de no-intervención. Habló de ello con Blum toda una tarde. Blum no podía tomar otro camino. Si hubiese dado armas a España, la guerra civil en Francia no habría tardado en estallar. Blum le dijo que no tenía seguridad del ejército. El Estado Mayor era opuesto a que se ayudase a España. La opinión se hubiera puesto en contra de Blum, acusándole de servir a Moscú. Inglaterra no le habría secundado en caso de guerra extranjera. De Brouckère habla del "miedo a Inglaterra" como uno de los motivos de aquella política"18.

La propuesta francesa de lograr un pacto de No Intervención y embargo de armas colectivo fue inmediatamente asumida por las autoridades de Gran Bretaña, que vieron en ella un mecanismo ideal para preservar su neutralidad y amortiguar las críticas de una oposición laborista solidaria con la República (no en vano, la iniciativa era del socialista Blum)19. Además, esa propuesta permitiría igualmente garantizar los tres objetivos diplomáticos básicos establecidos por el Foreign Office en la crisis española: confinar la lucha en España y, al mismo tiempo, refrenar la intervención del aliado francés en apoyo a la República, evitar el alineamiento con la Unión Soviética en España, y eludir el enfrentamiento con Italia y Alemania por su ayuda a Franco. Por tanto, para las autoridades británicas, la política multilateral de No Intervención contenía ab initio el germen de la impostura posterior, en la medida en que su objetivo real no era el declarado (evitar la intervención extranjera) sino la salvaguardia, por su mera existencia y apariencia de operatividad, de aquellos objetivos señalados. En definitiva, era "el mejor y quizá el único medio" de poner en práctica una política definida por Winston Churchill de la siguiente manera en una carta privada remitida a Eden el 7 de agosto: "Este asunto español no deja de preocuparme. Considero sumamente importante hacer que Blum permanezca con nosotros estrictamente neutral, incluso si Alemania e Italia continúan ayudando a los rebeldes y Rusia envía dinero al gobierno. Si el gobierno francés toma partido contra los rebeldes, será un don del cielo para los alemanes y proalemanes"20.

La plena conformidad del gobierno británico con ese juicio básico de Churchill quedó demostrada patentemente por la gestión oficial realizada por su embajador en París ante las autoridades frentepopulistas aquel mismo día 7 de agosto. Según recogió textualmente la documentación diplomática francesa: "1º Sir George Clerk ha comunicado ayer sin ambages a M. Delbos la preocupación de su gobierno por el conflicto español. Es necesario acelerar la puesta en práctica del acuerdo de no intervención y, sobre todo, que mientras tanto no se efectúen suministros de armamento que comprometan todo. 2º El embajador de Inglaterra teme particularmente que si la indecisión de la lucha se prolonga, el general Franco, necesitado a toda costa de ayuda, tenga que hipotecar las islas Baleares por apoyo italiano, o, más todavía, las islas Canarias por apoyo alemán. Piensa que en ese caso la situación de Gibraltar no estaría segura. 3º (Sir George Clerk) ... no oculta que sus simpatías en el conflicto español están con los rebeldes, a quienes considera como los únicos capaces de derrotar la anarquía y la influencia soviética" 21.

En esas circunstancias, el tenaz esfuerzo diplomático franco-británico hizo posible que a finales de agosto de 1936 todos los estados europeos (excepto Suiza, neutral por imperativo constitucional) suscribieran oficialmente el Acuerdo de No Intervención en España. También aceptaron formar parte de un Comité, con sede en Londres e integrado por los respectivos representantes diplomáticos en dicha capital, que tenía como misión la vigilancia teórica de la aplicación de dicho acuerdo de embargo de armas colectivo. En efecto, el 9 de septiembre de 1936, en el flamante salón Locarno del Foreign Office, quedó constituido el Comité de No Intervención bajo la presidencia del delegado británico (primero William Morrison, subsecretario del Ministerio del Tesoro, y desde la tercera reunión, Lord Plymouth, subsecretario parlamentario del Foreign Office)22.

Sin embargo, el triunfo de esa política de No Intervención multilateral patrocinada por Francia y Gran Bretaña era desde el principio más aparente que real. Italia, Alemania y la dictadura de Salazar en Portugal, los tres estados que se habían manifestado más favorables hacia los insurgentes, había consentido en firmar el Acuerdo y tomar parte en el Comité para relajar la tensión internacional y no forzar una reacción enérgica anglo-francesa. Pero no tenían intención de respetar el compromiso y, de hecho, Italia y Alemania continuaron enviando armas y municiones a Franco mientras Portugal seguía prestándole un vital apoyo logístico y diplomático23. Además, al mismo tiempo que Roma y Berlín suscribían el pacto de No Intervención, también iniciaban una coordinación de sus actividades militares en España que abriría la vía al establecimiento formal, en octubre, de su alianza diplomática y finalmente militar: el llamado "Eje Roma-Berlín". En consecuencia, el continuo sabotaje italo-germano, unido a la debilidad de la respuesta franco-británica, determinó casi desde el comienzo el rotundo fracaso real de la política de No Intervención en España.

En efecto, durante el mes de septiembre de 1936, a la sombra de las primeras deliberaciones bizantinas en el Comité de No Intervención, el proceso de internacionalización de la guerra había generado una estructura de apoyos e inhibiciones muy favorable para el esfuerzo de guerra de los insurgentes y muy perjudicial para la capacidad defensiva del gobierno republicano. Por una parte, el bando liderado por el general Franco había logrado mantener intacta la vital corriente de suministros militares procedente de Italia y Alemania (concedidos además a crédito) y el apoyo logístico de Portugal, a pesar de las prescripciones del Acuerdo y de la presencia de los representantes de esos países en el Comité de Londres. Por otro lado, las autoridades republicanas se habían visto privadas de los potenciales suministros bélicos procedentes de Francia, Gran Bretaña y otros estados europeos en virtud de la observancia estricta del Acuerdo por parte de sus gobiernos respectivos. Como esta política había sido secundada en los Estados Unidos por la administración demócrata del presidente F. D. Roosevelt mediante la imposición de un embargo de armas unilateral, la República sólo pudo contar con el apoyo abierto pero limitado de México y con las dudosas oportunidades ofrecidas por el oscuro mundo de los traficantes de armas24.

En su conjunto, la cristalización de esa estructura tan asimétrica de apoyos e inhibiciones internacionales en el otoño de 1936 tuvo su reflejo inmediato en el curso de las hostilidades en España, con su cosecha de triunfos militares insurgentes y de clamorosas derrotas republicanas a lo largo de los meses de agosto y septiembre de 1936. Como resultado de las mismas, el 5 de septiembre, con la conquista insurgente de Irún y la ocupación de toda la frontera vasco-francesa, la estrecha bolsa republicana aislada en el norte peninsular había quedado totalmente incomunicada del resto de la zona todavía leal al gobierno. Por su parte, en el frente central, el 28 de septiembre las tropas del general Franco liberaban la fortaleza del Alcázar de Toledo, dejando expedita la vía para lanzar el asalto frontal y previsiblemente definitivo sobre Madrid.

El viraje soviético y sus implicaciones.

Secundando la iniciativa franco-británica, la Unión Soviética también había suscrito el Acuerdo de No Intervención y se había sumado al Comité de supervisión de Londres sin dilaciones25. Los dirigentes soviéticos habían percibido el estallido de la guerra como una perturbación grave e inoportuna, ya que el amago revolucionario desatado en zona republicana podría arruinar su esfuerzo de acercamiento a Francia y Gran Bretaña e incluso podría estrechar los vínculos de esas potencias con las dictaduras fascistas por el temor compartido a una nueva revolución en Europa. Por eso, Stalin había decidido demostrar su distanciamiento respecto del conflicto, declarando la "simpatía platónica" soviética por la causa republicana y permitiendo colectas de dinero para el envío de ayuda humanitaria (alimentos, ropa y medicinas), pero sin intervenir a su favor con el suministro de armas o municiones. Así lo había apreciado certeramente el representante italiano en Moscú al comienzo de la guerra: "el gobierno soviético bajo ninguna circunstancia se dejaría involucrar en los asuntos internos de la Península (Ibérica), donde tiene mucho que perder y nada que ganar". Además, al igual que los gobernantes franceses, Stalin también confiaba en que sería posible localizar la guerra y evitar el peligro de un triunfo rebelde mediante la anulación de todos los suministros exteriores. Como escribió el mismo diplomático poco después: "en consecuencia, la iniciativa francesa en pro de un acuerdo de no intervención en España ha sido recibida con enorme alivio"26.

Sin embargo, la posición inicial soviética acabaría modificándose progresivamente desde finales de agosto de 1936, una vez demostrado el fracaso de la política de No Intervención para detener en la práctica la ayuda italo-germana a Franco. El primer paso en ese giro gradual fue el establecimiento de relaciones diplomáticas con la República: el 31 de agosto presentó sus cartas credenciales como embajador soviético Marcel Rozenberg, que llegó a Madrid acompañado de un nutrido grupo de asesores militares. El proceso se aceleró con la constitución a primeros de septiembre de un nuevo gobierno frentepopulista presidido por Francisco Largo Caballero, líder de la izquierda socialista, en el que estaban presentes dos ministros comunistas. Finalmente, a principios de octubre, en un contexto bélico realmente crítico y desfavorable, la Unión Soviética comenzó a socorrer militarmente a la República sin abandonar de modo oficial la política de No Intervención, siguiendo así los pasos de las potencias del Eje. El embajador soviético en Londres, Iván Maiski, expuso esa nueva política ante el Comité de No Intervención el 23 de octubre de 1936. Su declaración pública, tras afirmar que el sabotaje nazi-fascista y la falta de medidas de control habían desvirtuado el Acuerdo y exigían la restitución al gobierno español de su derecho a comprar armas, concluía sin ambages: "En cualquier caso, el gobierno soviético está obligado a declarar que no puede considerarse ligado por el Acuerdo de No Intervención en mayor medida que el resto de los participantes en el mismo"27.

Los motivos de ese cambio de conducta fueron esencialmente políticos y estratégicos. Todo parece indicar que Stalin decidió enfrentarse a las potencias fascistas en España para evitar el deterioro de la posición estratégica de su reticente aliado francés y para poner a prueba la viabilidad de su estrategia de colaboración con las democracias europeas frente al peligro de expansionismo nazi. España habría de ser la piedra de toque de ese proyecto de gran coalición antifascista: la arena donde se comprobaría la disposición o falta de disposición de las democracias para colaborar con la URSS en la contención de los proyectos agresivos alemanas. El embajador británico en Moscú había apreciado desde el principio esa omnipresente preocupación estratégica en los cálculos soviéticos. A su juicio, la "actitud correcta y neutral" del Kremlin se hubiera mantenido "si no hubiera sido por las crecientes pruebas de que los dos principales estados fascistas estaban ayudando activamente a los insurgentes". Y subrayaba lo que era "el núcleo del problema para el gobierno soviético": "Aquí no puede recibirse con alegría ninguna complicación de la escena europea que proporcione a Alemania una oportunidad para intervenir (...). Lenin profetizó tiempo atrás que España sería el primer país en seguir la vía de Rusia. Pero España y la revolución mundial pueden esperar. Mientras tanto, cualquier peligro para Francia es un peligro para la Unión Soviética"28.

El embajador republicano en Moscú, Marcelino Pascua, fue informado reiteradamente por el propio Stalin del carácter interino y supletorio de esa ayuda soviética (hasta que se materializase el apoyo franco-británico) y de los límites infranqueables fijados a la misma (el enfrentamiento con el bloque franco-británico y la precipitación de una guerra general). Así lo comunicaría textualmente Pascua al presidente de la República, Manuel Azaña, en el verano de 1937: "Terminantemente, (Stalin) le reitera que aquí (en Moscú) no persiguen ningún propósito político especial. España, según ellos, no está propicia al comunismo, ni preparada para adoptarlo, y menos para imponérselo, ni aunque lo adoptara o se lo impusieran podría durar, rodeado de países de régimen burgués, hostiles. Pretenden impedir, oponiéndose al triunfo de Italia y de Alemania, que el poder o la situación militar de Francia se debilite. (...) El Gobierno ruso tiene un interés primordial en mantener la paz. Sabe de sobra que la guerra pondría en grave peligro al régimen comunista. Necesitan años todavía para consolidarlo. Incluso en el orden militar están lejos de haber logrado sus propósitos. Escuadra, apenas tienen, y se proponen construirla. La aviación es excelente, según se prueba en España. El ejército de tierra es numeroso, disciplinado y al parecer bien instruido. Pero no bien dotado en todas las clases de material. (...) Gran interés en no tropezar con Inglaterra"29.

En esas circunstancias y bajo esas premisas, hasta que se hiciera efectivo el hipotético apoyo franco-británico, las autoridades soviéticas decidieron poner en marcha dos vías paralelas para posibilitar la resistencia de la República ante lo que parecía un incontenible avance militar de las tropas de Franco: 1º) mediante la formación de Brigadas Internacionales; y 2º) mediante el envío directo de material bélico soviético.

Desde finales de septiembre de 1936, los partidos comunistas de todo el mundo (bajo la dirección de la Comintern y previa autorización de Moscú) habían iniciado el reclutamiento de voluntarios para combatir en España con la República. Debido al enorme impacto de la guerra en la opinión pública antifascista internacional, la campaña tuvo un éxito resonante e inmediato. A mediados de octubre llegaron los primeros efectivos a la base española de Albacete y el 8 de noviembre, en plena batalla de Madrid, entró en combate la primera de las Brigadas Internacionales (la XI Brigada, compuesta por unos 1.900 hombres, en su mayoría alemanes). En conjunto, un total de entre 35.000 y 60.000 voluntarios (la falta de archivos centrales dificulta el establecimiento de una cifra exacta), procedentes de más de 50 países de todos los continentes, sirvieron como brigadistas internacionales en las filas republicanas. En su seno predominaron los voluntarios procedentes de medios obreros, aunque hubo una abundante representación de miembros de las clases medias y círculos intelectuales. Las Brigadas Internacionales combatirían como fuerza de choque en casi todas las grandes batallas de la guerra hasta septiembre de 1938, cuando el gobierno republicano presidido entonces por el doctor Juan Negrín decidió su evacuación unilateral en un intento frustrado para forzar al bando franquista a imitar esa medida. Su contribución a la capacidad de resistencia de la República fue fundamental, no tanto por su estricto valor militar cuanto por el ejemplo de solidaridad internacional que demostraban y por el modelo de disciplina que ofrecieron al ejército republicano en vías de formación30.

El primer envío de material bélico remitido desde la Unión Soviética fue recibido en el puerto de Cartagena el 4 de octubre de 193631. Desde entonces, los suministros soviéticos de aviones, tanques, ametralladoras y artillería no dejaron de afluir a la España republicana hasta el final de la guerra, de un modo intermitente y según las facilidades u obstáculos encontrados en la rutas marítimas mediterráneas y en la frontera francesa con la Cataluña republicana. Al lado de ese material bélico, los soviéticos también enviaron a España un conjunto de aproximadamente 2.000 asesores y especialistas militares, que trataron de ayudar en la constitución del Ejército Popular de la República y que serían discretamente retirados durante el verano de 1938. No cabe duda de que los suministros militares soviéticos supusieron un refuerzo vital para la capacidad de resistencia republicana. De hecho, serían el aporte fundamental de material bélico para la República durante toda la guerra, a mucha distancia del recibido de Francia u otros orígenes. Según cálculos fidedignos, del total de aviones importados por la República durante la guerra (entre 1.124-1.272 aparatos), en torno al 60 por ciento procedían de la Unión Soviética (entre 680-757, todos ellos militares), un 21 por ciento de Francia (entre 237-287, sólo 60-69 militares) y un 4 por ciento de Checoslovaquia (entre 43 y 53, todos militares)32.

Al igual que la ayuda italo-germana a finales de julio de 1936 había salvado a los insurgentes de una situación muy grave (puesto que les permitió trasladar el Ejército de Africa a la península e iniciar la marcha sobre Madrid), también la ayuda soviética contribuyó de modo decisivo a la inesperada resistencia republicana en Madrid en noviembre de 1936 (evitando la prevista derrota final de la República en aquella crítica coyuntura).

La vinculación entre la República y la Unión Soviética se estrechó en el mes de octubre de 1936 con la controvertida decisión del gobierno republicano de depositar en Moscú tres cuartas partes de las reservas de oro del Banco de España (cifradas en 635 toneladas de oro fino), que había sido movilizado desde el primer momento para atender a los gastos derivados de la compra de armas y suministros varios en el extranjero. Las razones de esa medida eran varias: garantizar la seguridad de las reservas contra posibles ataques enemigos en el interior del país y contra sus acciones legales en bancos extranjeros; poner fin a los actos de sabotaje y boicot contra operaciones financieras republicanas experimentados en las redes bancarias occidentales; y asegurar su disponibilidad y convertibilidad de modo confidencial y eficaz gracias al sistema bancario soviético.

En conjunto, según los detallados estudios del profesor Angel Viñas, se enviaron a Moscú unas 510 toneladas de oro de aleación, con cargo a las cuales se fueron pagando los envíos de suministros militares soviéticos y de otros países europeos a la República. Las divisas generadas por esa operación de venta del oro (unos 518 millones de dólares) se gastaron en su totalidad en compras de material bélico y pagos por servicios diversos (importaciones de alimentos, carburante, material sanitario, etc.), por lo que cabe desmentir el mito propagandístico franquista del "oro de Moscú" robado por los republicanos y entregado a Stalin sin contrapartida. De hecho, el mismo destino corrió otra pequeña cantidad de las reservas de oro (cifrada en la cuarta parte: 174 toneladas de oro fino) que fue vendida al Banco de Francia y cuyo contravalor (unos 195 millones de dólares) sirvió para pagar suministros procedentes de dicho país. Por motivos obvios de interés político, sobre este "oro de Francia" no se hizo igual campaña de propaganda y denuncia33.

El apoyo militar y financiero que la URSS comenzó a prestar a la República desde octubre de 1936 tuvo dos consecuencias diversas pero igualmente negativas para sus objetivos diplomáticos globales. Por un lado, la intervención soviética en el otro extremo del continente europeo acentuó profundamente la ansiedad y recelo de los gobiernos británico y francés sobre las verdaderas intenciones de Moscú. Por otro, sirvió como pretexto idóneo para justificar un incremento cuantitativo y cualitativo del apoyo de las potencias del Eje al general Franco (éste último demostrado con el reconocimiento oficial del gobierno franquista como gobierno de iure de España el 18 de noviembre de 1936, en plena ofensiva frontal sobre Madrid). En ese proceso de intensificación de la ayuda militar, diplomática y financiera de Italia y Alemania naufragó definitivamente la política de No Intervención colectiva patrocinada por Francia y Gran Bretaña.

Los círculos gubernamentales británicos, en mayor medida que los franceses, siempre habían sospechado que la política soviética de apoyo a la seguridad colectiva podía encubrir segundas intenciones mucho menos honorables. Por eso habían visto con prevención la firma del pacto franco-soviético en 1935 y se habían negado a secundar los llamamientos en favor de una Gran Alianza anti-nazi. Un mes antes del estallido de la guerra civil española, un influyente analista del Foreign Office había anotado al respecto: "Estoy dispuesto a creer que M. Litvinov (Comisario soviético de Asuntos Exteriores) desea que Francia sea fuerte y anti-alemana en este momento en beneficio de su política inmediata. Pero muy bien pudiera ser que la Tercera Internacional todavía esté aplicando su vieja y fundamental política bolchevique, que consiste en sembrar conflictos en Europa en general con la esperanza de recoger una cosecha de comunismo"34.

La rápida polarización ideológica causada en Europa por la guerra civil había reavivado tanto en Londres como en París esos temores latentes, que alcanzaron su máxima intensidad con la decisión soviética de ayudar militarmente a la República. La interpretación británica de esa medida, sustancialmente idéntica a la francesa, quedó recogida en la siguiente minuta escrita a fines de octubre de 1936 por sir Robert Vansittart, sub-secretario permanente del Foreign Office: "Da la impresión de que los rusos están dispuestos a llegar al límite. Sin ir tan lejos, creo que probablemente están dispuestos a mucho ; y esta carta confirma otra vez la tesis que he subrayado últimamente de que el afán de revolución mundial es mucho más fuerte en Rusia de lo que habíamos creído en los últimos dos o tres años ; tan fuerte en efecto que ni siquiera Stalin puede contenerlo. Es un proceso bastante sorprendente teniendo en cuenta que Rusia, desde 1933, con el crecimiento del peligro alemán en Europa, y hasta este mismo verano, había procurado hacerse tan amiga de las democracias occidentales como fuera posible y había moderado sus doctrinas revolucionarias. Ahora no solamente ha cambiado la moderación sino que ha incrementado la marcha de un modo tremendo"35.

El resultado de esa interpretación de la acción soviética fue reafirmar en los gobiernos británico y francés su voluntad de no involucrarse en la contienda española y de preservar la política multilateral de No Intervención como único modo para evitar la temida guerra general. Frente a esa firme actitud, de nada sirvieron las explicaciones dadas al respecto por los embajadores soviéticos en París y Londres. Maiski ofreció a Eden el 3 de noviembre "una exposición de los motivos que han impulsado a actuar al gobierno soviético en el conflicto español":

La reconocida simpatía del gobierno soviético con el gobierno de España no se debía a su deseo de implantar en ese país un régimen comunista (...) y el propósito del gobierno soviético al tratar de prestar ayuda al gobierno español era mucho más inmediato. (...) El gobierno soviético estaba convencido de que si triunfara el general Franco, el impulso dado a Alemania e Italia sería tal que haría más factible y cercano otro acto de agresión por su parte. Y esta vez quizá en Europa central u oriental. Eso era lo que Rusia quería evitar a toda costa y ésa era su principal razón para desear que el gobierno español saliera triunfante en esta guerra civil36.

Aprovechando esa coyuntura diplomática propicia, las potencias del Eje decidieron responder a la intervención soviética con una sustancial intensificación de su apoyo material a Franco. En noviembre de 1936 Hitler decidió enviar a España una unidad militar exclusivamente alemana, la Legión Cóndor, que contaba con un centenar de aviones y un total de 5.000 hombres que rotaban periódicamente. En conjunto, en torno a 19.000 soldados alemanes combatiría en las filas franquistas, participando como unidad autónoma en casi todas las operaciones desarrolladas hasta el final de la guerra. Por su parte, Mussolini reforzó su presencia militar enviando a Franco entre diciembre de 1936 y enero de 1937 un auténtico cuerpo de ejército expedicionario. El Corpo Truppe Volontarie agrupaba de modo permanente a unos 40.000 soldados italianos y su número total ascendió a lo largo de toda la guerra a 73.000 hombres (79.000 si se incluye el contingente de fuerzas aéreas italianas).

En definitiva, entre octubre de 1936 y febrero de 1937 se había producido un cambio fundamental en el escenario internacional de la guerra española. No en vano, el compromiso soviético en favor de la República y la intensificación del apoyo del Eje al general Franco marcaron la culminación del dilatado proceso de internacionalización de la guerra civil. A partir de esa última fecha, el cuadro de apoyos militares y diplomáticos de cada bando quedó configurado definitivamente y se mantuvo inalterado hasta el final de la guerra. Por un lado, el bando franquista siguió contando con el vital apoyo de la Italia fascista, la Alemania nazi y (en menor medida) del Portugal de Salazar. Por su parte, la República se basaba esencialmente en el apoyo soviético y recibía de Francia una pequeña ayuda encubierta, vacilante e intermitente que Blum calificaría de "no-intervención relajada" (el envío directo y ocasional de pequeñas cantidades de material bélico y una tolerancia furtiva hacia el contrabando de armas soviéticas a través de la frontera hispano-francesa). Mientras tanto, el resto de los países europeos, encabezados por Gran Bretaña, seguían adheridos al Acuerdo de No Intervención y respetaban estrictamente el embargo de armas y municiones imperante.

Una victoria en etapas frente a una derrota a plazos.

Por iniciativa británica y con el concurso de Francia, a lo largo del primer semestre de 1937 el Comité de No Intervención hizo varios esfuerzos para detener la peligrosa escalada de intervenciones masivas mediante la imposición de un difícil control naval y terrestre de las fronteras españolas. Su propósito era convertir en una realidad efectiva el confinamiento teórico de la guerra civil implícito en el Acuerdo, evitando la llegada de suministros bélicos exteriores por tierra y mar al menos en gran escala y sin camuflaje alguno (el control aéreo quedó siempre descartado por imposibilidad técnica). Con este fin, desde marzo y hasta junio de 1937, las costas españolas fueron patrulladas por las flotas de cuatro países firmantes del Acuerdo (Francia, Gran Bretaña, Alemania e Italia), que tenían derecho a detener y registrar todos los buques mercantes europeos destinados a puertos españoles. A la par, observadores e inspectores internacionales se desplegaban por diversos puntos de las fronteras de España con Francia y Portugal con el mismo cometido respecto al tráfico terrestre. El gobierno británico, principal impulsor de la medida, fue consciente desde el principio de la relativa inutilidad de la misma si no contaba con la leal colaboración de las potencias intervencionistas. Así lo había hecho constar el servicio de inteligencia militar británico en una nota confidencial de principios de mayo de 1937: "El esquema de supervisión del Comité de No Intervención entró en vigor el 20 de abril de 1937. Puede que detenga los movimientos masivos, pero es improbable que evite la infiltración continua de armas y voluntarios a España. No cubre el tráfico aéreo, ni el realizado en buques españoles o americanos, ni el destinado a puertos portugueses. Por ello, no resulta sorprendente encontrar que desde esa fecha ha habido vuelos de aviones a España, tráfico normal de armas en buques españoles y "panameños", y un aparente incremento del movimiento de envíos encubiertos a Lisboa. En cualquier caso, la plantilla de supervisores no tiene poder de control sino sólo de observación"37.

Sin embargo, desde el crítico verano de 1937, incluso ese tímido esfuerzo de control fue abandonado por la retirada italo-germana de la patrulla marítima en junio y su exigencia de reconocimiento de los derechos de beligerancia al general Franco. A pesar de las protestas soviéticas, la previsible retracción anglo-francesa quedó manifiesta en su aceptación del final del sistema de control y su simultánea insistencia en mantener en vigor el Comité de No Intervención. En adelante, la idea de la restauración del control, combinada con una retirada supervisada de los combatientes extranjeros y el reconocimiento de los derechos de beligerancia a los insurgentes, permanecería como mera posibilidad teórica y pretexto para justificar la vigencia del Acuerdo y del Comité. La política de No Intervención se había convertido definitivamente en una farsa institucionalizada y mutuamente consentida. Las autoridades alemanas e italianas apreciaron certeramente ese hecho durante la crisis del verano y procuraron graduar su acción militar y diplomática en favor de Franco sin superar los límites formales establecidos por lo que percibían como una tolerancia tácita británica. Así lo comunicó a principios de julio de 1937 al propio Hitler el influyente embajador en Londres y delegado alemán en el Comité, Joachim von Ribbentrop: "No debemos esperar complicaciones serias para la situación europea de la tensión actual en la política de no intervención. Inglaterra quiere la paz, como también Francia; a pesar de la línea de firmeza adoptada ahora, ninguna forzará las cosas hasta el límite. Podemos seguir contando con este hecho como un factor absolutamente seguro y podemos tomar nuestras decisiones futuras sin dejarnos influenciar o molestar. (...) Los británicos tratarán de encontrar una solución de compromiso en los días venideros, encubiertamente o convocando una nueva reunión del subcomité (de No Intervención)"38.

A partir de la crisis del verano de 1937, el relativo equilibro de fuerzas militares logrado entre los dos bandos españoles fue decantándose progresivamente en favor del general Franco y en contra de la República. La causa principal de ese proceso residió en la firme reactivación del apoyo bélico de las potencias del Eje al bando nacionalista, en una medida y proporción que no pudo ser compensada por los envíos militares soviéticos ni por el contrabando de armas de otras procedencias.

La Unión Soviética no era por entonces una gran potencia militar. A pesar de sus grandes reservas de hombres (casi un millón de soldados en 1935), su producción industrial bélica era incapaz de atender a todos sus compromisos defensivos en el este (frente a Japón) y en el oeste (frente a Alemania), y se concentró por eso en la fabricación de aviones en detrimento de las necesidades de la marina y de la infantería. Además, la eficacia operativa del Ejército Rojo estaba claramente disminuida por las profundas turbulencias políticas que afectaban recurrentemente al régimen estalinista: durante las purgas de 1937-1938 quedaron diezmados la práctica totalidad del alto mando (incluyendo al mariscal Tujacheski) y casi la mitad del cuerpo de oficiales39. Aparte de esas limitaciones internas, el envío de remesas de material bélico tropezaba con varios obstáculos logísticos para alcanzar el territorio de la República. Ante todo, la lejanía de los puntos de suministro obligaba a un largo y costoso transporte por mar. La travesía por el Mediterráneo desde Crimea se enfrentaba al peligro del bloqueo de la marina franquista y del apoyo de la flota italiana a esa labor de bloqueo desde sus estratégicas bases en Sicilia (por cuya cercanía necesariamente había que pasar). Por su parte, la travesía desde el Artico soviético por el Atlántico exigía desembarcar el material en Francia y esperar a la imprevisible decisión de sus gobernantes de autorizar o denegar el tránsito por su frontera pirenaica hacia la Cataluña republicana. En ambos casos, la incertidumbre y falta de regularidad en los envíos afectaron gravemente a la planificación militar republicana.

En claro contraste con las dificultades soviéticas, las remesas de material bélico a los nacionalistas españoles desde Italia y Alemania eran mucho más fáciles de importar en términos geográficos y pudieron ser más constantes y regulares, ajustándose mejor a las necesidades previstas por Franco. En esas condiciones, la estrategia diplomática franquista se concentró en la preservación del cuadro internacional de apoyos e inhibiciones existente. Para ganar su guerra localizada, Franco necesitaba el continuo desahucio de la República por parte de las potencias democráticas sin mengua de su propia capacidad para recibir ayuda italo-germana. Así lo reconocería un informe reservado de un alto funcionario diplomático franquista con posterioridad: "Así como el trabajo de los gobiernos europeos ha consistido en procurar que el llamado "problema español" no llegase en sus repercusiones internacionales a provocar una guerra europea, nuestra labor principal, y casi única, había de consistir también en localizar la guerra en territorio español, evitando a todo trance que sus derivaciones externas condujesen a una guerra internacional en la que poco podíamos ganar y mucho perder ; y esta localización había que obtenerla, sin embargo, asegurando la ayuda franca de los países amigos en la medida de nuestra conveniencia, sin perjuicio de tender a toda costa a evitar la ayuda extranjera al enemigo o al menos reducirla al mínimo posible"40.

El nuevo gobierno presidido por el doctor Juan Negrín (miembro de la facción socialista moderada) desde mayo de 1937 trató de frenar el lento deterioro de la situación militar republicana. Como corolario a su política interior de eliminación de vestigios revolucionarios y reforzamiento del poder estatal, los esfuerzos de Negrín en política internacional se dirigieron a conseguir el apoyo de las democracias occidentales y a terminar con una política de No Intervención sólo aplicada en realidad contra la República y sumamente lesiva para su esfuerzo de guerra. Mientras se lograba ese objetivo, la ayuda militar soviética seguía siendo "la tabla del náufrago", el factor que permitía resistir momentáneamente y evitar la derrota total y absoluta. Así lo confesaría privadamente y con amargura el jefe del gobierno republicano a finales de 1937: "Alemania, Italia y Portugal seguirán ayudando descaradamente a Franco y la República durará lo que quieran los rusos que duremos, ya que del armamento que ellos nos mandan depende nuestra defensa. Unicamente si el encuentro inevitable de Alemania con Rusia y las potencias occidentales se produjese ahora, tendríamos posibilidades de vencer. Si esto no ocurre, sólo nos queda luchar para poder conseguir una paz honrosa"41.

Sin embargo, los denodados esfuerzos de Negrín para lograr el apoyo de las democracias fueron infructuosos porque tanto Gran Bretaña como Francia continuaron manteniendo la fachada de la No Intervención como mecanismo óptimo para confinar el conflicto español, evitar su conversión en una guerra europea y marginar sus potenciales efectos negativos sobre la política de apaciguamiento. En julio de 1937, el ministro de asuntos exteriores francés, Yvon Delbos, confesó al embajador norteamericano en París la subordinación de la actitud francesa a la británica y la firme supeditación del "problema español" a los objetivos de la política de apaciguamiento: "Por lo que respecta al futuro, la posición que tomará Francia dependerá por completo de la posición de Inglaterra. Francia no emprenderá la guerra con Alemania e Italia. La posición de Francia será la misma que su posición en el asunto español. Si Inglaterra decide estar firme al lado de Francia frente a Alemania e Italia, Francia actuará. Si Inglaterra continúa mostrándose distante, Francia no podrá actuar. En ningún caso se encontrará en la posición de tener a la Unión Soviética como su único aliado. (...) Delbos expresó su opinión de que Mussolini consideraría esta nueva actitud de Inglaterra como una prueba de debilidad y que proseguiría sus actividades en el asunto español con mayor descaro que en el pasado. A juicio del ministro, los británicos quisieran ver a Franco triunfar siempre que pudieran asegurarse de que esa victoria no significaría una dominación fascista del Mediterráneo. Estaban tratando de obtener garantías suficientes de Mussolini y Franco para convencerse de que dicho triunfo no implicaría ningún peligro para su ruta imperial a través del Mediterráneo42.

Los gobernantes británicos, con el apoyo francés, solamente se permitieron adoptar una postura de firmeza en septiembre de 1937, después de que los ataques indiscriminados de aviones y submarinos italianos contra los barcos mercantes que traficaban con la República hubieran superado el límite aceptable, extendiéndose por toda la cuenca del Mediterráneo y poniendo en peligro la navegación internacional en dicho mar. No en vano, entre el 6 de agosto y el 2 de septiembre habían sido atacados y en muchas ocasiones hundidos, de forma anónima y sin previo aviso, 30 buques mercantes de diversa nacionalidad (11 británicos, 6 republicanos, 3 rusos, 3 franceses, etc.). Entonces, por iniciativa franco-británica y con el apoyo soviético, tuvo lugar en Nyon (población cercana a Ginebra) una conferencia de potencias ribereñas del Mediterráneo y del mar Negro destinada a garantizar el libre tráfico por el área y a terminar con los ataques de "submarinos piratas" (eufemismo para evitar la acusación directa contra la flota italiana). Con exclusión de la República y sin asistencia de Italia (que se negó a participar), la conferencia de Nyon encomendó a la poderosa Marina británica y a la Marina francesa la vigilancia de las rutas comerciales del Mediterráneo, con autorización para hundir a cualquier submarino o barco agresor del tráfico mercante internacional43.

La enérgica respuesta franco-británica en Nyon, apoyada por todos los estados ribereños del Mediterráneo, puso límites precisos al apoyo italiano a Franco que Mussolini comprendió y respetó con posterioridad. A partir de entonces, la guerra española se convirtió en un escenario marginal y estabilizado de la tensión política continental. No en vano, la atención y preocupación europea e internacional fue concentrándose en los acuciantes problemas derivados de la expansión alemana en Europa central.

El 12 de marzo de 1938, Hitler procedió a anexionar Austria al Tercer Reich, sin réplica militar de las potencias democráticas y previo consentimiento italiano (el Duce había decidido ceder Austria al Führer a cambio de su apoyo a la hegemonía italiana sobre el Mediterráneo). La única réplica al golpe de fuerza nazi fue la constitución en París de un nuevo gobierno frentepopulista presidido por Blum que pareció dispuesto a reconsiderar su política española y prestar ayuda directa a la República. Sin embargo, en la reunión del Comité Permanente de la Defensa Nacional del 15 de marzo, la propuesta de Blum chocó con la firme oposición de los jefes de estado mayor y del ministro de Guerra : "la intervención en España desencadenaría la guerra general" e "Inglaterra se separaría de nosotros si abandonásemos la no-intervención". En consecuencia, la única medida tomada por Blum consistió en abrir de facto la frontera francesa con Cataluña al paso libre de material bélico soviético y de otros suministros con destino a la República44. Clausurada la vía marítima mediterránea por el bloqueo naval franquista con ayuda italiana, esa vía terrestre se convirtió en el único canal de importaciones bélicas seguras para la asediada República y permanecería abierto hasta junio de 1938. La decisión reservada del gobierno francés permitió que entrasen por Cataluña los suministros militares suficientes para contener la gran ofensiva desatada por Franco a principios de marzo en todo el frente oriental, que había logrado partir en dos mitades el territorio dominado por la República a mediados de abril de 1938.

Sin embargo, la fuerte presión del gabinete británico logró que el nuevo gobierno francés presidido por Daladier (formado en abril ya sin participación de los socialistas) aplacase sus temores y aceptara clausurar nuevamente su frontera pirenaica el 13 de junio de 1938. No en vano, los gobernantes del Reino Unido habían decidido desde tiempo atrás que la victoria de Franco no sería un grave problema político o estratégico para la entente franco-británica por varios motivos. Primeramente, porque el agotamiento humano y las destrucciones materiales provocadas por la devastadora guerra civil harían imposible que Franco participara en un conflicto europeo incluso si quisiera hacerlo. En segundo lugar, porque el gobierno franquista necesitaría recurrir al crédito y al capital británico para financiar el proceso de reconstrucción económica de postguerra en España. Y finalmente, porque la potencia naval anglo-francesa era tan superior y la vulnerabilidad militar española tan patente que bastarían para disuadir a un militar como Franco de cualquier actividad provocadora u hostil. A juicio de las autoridades británicas, frente a esas razones que mitigaban el temor a una victoria franquista, la continuación de la guerra española era muy peligrosa porque dividía internamente a la opinión pública democrática e impedía separar a Italia de Alemania y restar fuerza a ésta en sus pretensiones sobre Checoslovaquia y Europa central. En definitiva, el gobierno conservador británico presidido por Neville Chamberlain desde mayo de 1937 consideraba que la República española podía ser sacrificada sin excesivo peligro en beneficio de la colaboración italiana en Europa y de la preservación de la paz continental45.

En efecto, desde el momento en que se cerró la frontera francesa, la República vio cortadas sus últimas y vitales líneas de suministros militares exteriores. El golpe de gracia a sus esperanzas de recibir apoyo de las democracias se produjo durante la grave crisis de septiembre de 1938, originada por la presión de Hitler sobre Checoslovaquia para que cediera de inmediato el territorio de los Sudetes. Durante aquel mes crucial, el riesgo de guerra entre Alemania y las democracias occidentales (Francia era garante de la integridad checa, al igual que la URSS) pareció tan evidente que el propio Franco se vio obligado a adoptar una medida extrema con indisimulado pesar: el 27 de septiembre, después de informar a Roma y Berlín, comunicó oficialmente a los gobiernos británico y francés su decisión de permanecer neutral en caso de conflicto por la cuestión checa. Según el pragmático análisis de las autoridades franquistas, compartido con mayor o menor disgusto por sus valedores internacionales, no cabía otra solución que tratar de aislar la guerra española de la crisis general europea para evitar la contingencia de una derrota total: "Basta abrir un atlas para convencerse de ello. En una guerra contra el grupo fanco-inglés puede decirse, sin exageración alguna, que estaríamos totalmente cercados de enemigos. Desde el primer momento los encontraríamos en todo el perímetro de nuestro territorio, en todas las costas y en todas las fronteras. Podríamos contenerlos en la de los Pirineos ; pero me parece poco menos que imposible evitar a la vez la invasión por la frontera portuguesa. (...) Alemania e Italia sólo podrían prestarnos auxilios insuficientes para la defensa de una España débil, y nada de lo que nos ofrecieran podría compensar el riesgo de luchar a su lado. (...) Habría que hacerles ver que su ayuda no podría librarnos de las acometidas de Inglaterra y Francia en una guerra en la que nuestro territorio comenzaría por ser el principal teatro, para terminar, muy probablemente, en base de ataque a nuestros aliados"46.

A la postre, la crisis germano-checa no acabó en guerra sino en un nuevo triunfo diplomático y estratégico de Hitler. El 29 de septiembre de 1938, Daladier y Chamberlain firmaban junto a Hitler y a Mussolini el Acuerdo de Munich, aceptando la desmembración de Checoslovaquia según las exigencias nazis a cambio de una promesa alemana de paz y de negociación futura de cualquier cambio territorial. De hecho, el Acuerdo parecía configurar el Pacto Cuatripartito (con exclusión de la Unión Soviética) que Gran Bretaña había perseguido siempre y significaba la culminación (aparentemente triunfal) de la política de apaciguamiento de las democracias occidentales.

La resolución de la crisis germano-checa de septiembre de 1938 con el Acuerdo de Munich dio al traste con las expectativas republicanas porque dejó claro que las potencias democráticas que no habían combatido por Checoslovaquia tampoco iban a hacerlo por España. Ese horizonte internacional tan oscuro agudizó radicalmente la desintegración política interior de la República, acentuando el larvado enfrentamiento entre los partidarios de continuar la resistencia a ultranza y los sectores seducidos por la posibilidad de negociar la rendición ante Franco con el aval de las potencias occidentales. Esa situación permitió que el triunfal avance franquista sobre Cataluña, iniciado a finales de diciembre de 1938, terminara con el colapso completo de la resistencia militar republicana. A finales de marzo de 1939, después de un breve episodio de guerra intestina en las propias filas gubernamentales, las tropas de Franco ocuparon todo el territorio español sin encontrar resistencia y dieron por finalizada la guerra civil con una victoria total y sin condiciones.

Para entonces, la tensión europea había enfilado decisivamente la recta hacia el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. En el mismo mes de marzo, violando sus compromisos de Munich, Hitler ocupaba lo que restaba de Checoslovaquia ante el estupor impotente de Francia y Gran Bretaña. Un mes más tarde, Italia se anexionaba Albania en clara ruptura de sus garantías ante Gran Bretaña de respeto al status quo en el Mediterráneo. Mientras tanto la Unión Soviética se había replegado a una recelosa posición aislacionista y tanteaba por igual la alternativa de un apoyo a la entente franco-británica y la posibilidad de un pacto de no agresión con Alemania. En este sentido, es bien revelador un mero dato cronológico: apenas cinco meses después de terminada la contienda civil en España estallaría la guerra europea que tan laboriosamente había evitado (o más bien aplazado) la política de No Intervención colectiva.

Conclusiones

No cabe duda alguna de que el contexto internacional determinó de modo directo y crucial tanto el curso efectivo de la guerra de España como su desenlace final. Sin la constante ayuda militar, diplomática y financiera prestada por Hitler y Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su victoria absoluta e incondicional. De igual modo, sin el asfixiante embargo impuesto por la política de No Intervención y la inhibición de las democracias occidentales, con su gravoso efecto en la capacidad militar y en la fortaleza moral, es muy poco probable que la República hubiera sufrido un desplome interno y una derrota militar tan total. Al respecto, es bien revelador el juicio contenido en el siguiente informe confidencial elaborado por el agregado militar británico en España: "Es casi superfluo recapitular las razones (de la victoria del general Franco). Estas son, en primer lugar, la persistente superioridad material durante toda la guerra de las fuerzas nacionalistas en tierra y en el aire, y, en segundo lugar, la superior calidad de todos sus cuadros hasta hace nueve meses o posiblemente un año."

Esta inferioridad material (de las tropas republicanas) no sólo es cuantitativa sino también cualitativa, como resultado de la multiplicidad de tipos (de armas). Fuera cual fuera el propósito imparcial y benévolo del Acuerdo de No Intervención, sus repercusiones en el problema de abastecimiento de armas de las fuerzas republicanas han sido, para decir lo mínimo, funestas y sin duda muy distintas de lo que se pretendía.

La ayuda material de Rusia, México y Checoslovaquia (a la República) nunca se ha equiparado en cantidad o calidad con la de Italia y Alemania (al general Franco). Otros países, con independencia de sus simpatías, se vieron refrenados por la actitud de Gran Bretaña47.

Si es incuestionable que ese contexto internacional fue crucial para el desenlace de la guerra civil, también es cierto que la influencia de la propia contienda en la crisis europea de la segunda mitad de los años treinta fue limitada y aminorada por el éxito parcial de la política de No Intervención colectiva. El localizado conflicto español no habría de ser el catalizador de una guerra europea que acabaría por estallar posteriormente y por otros motivos distintos. Sin embargo, a pesar de que esa política cauterizó los peores efectos disolventes de la contienda española sobre el escenario europeo, no pudo evitar al menos tres graves consecuencias de gran transcendencia posterior: la cristalización definitiva del Eje italo-germano; una división paralizante y debilitadora de la entente franco-británica; y la creciente inclinación de la Unión Soviética hacia una política de expectante aislacionismo. De hecho, la guerra de España había puesto de manifiesto reiteradamente la incompatibilidad práctica entre la política anglo-francesa de apaciguamiento y la política soviética de seguridad colectiva. La primera había exigido un apoyo absoluto e incondicional a la No Intervención, en tanto que la segunda había implicado la defensa de la causa republicana. Y todo parece indicar que el destino de la República no habría de ser la única víctima de esa trágica incompatibilidad y del consecuente fracaso en la constitución de un amplio frente diplomático y militar contra el expansionismo de las potencias del Eje.

Notas

1.- Utiles introducciones al período en : Anthony Adamthwaite, The Lost Peace. International Relations in Europe, 1918-1939, Londres, Edward Arnold, 1980; P.M.H. Bell, The Origins of the Second World War in Europe, Londres, Longman, 1993 ; James Joll, Historia de Europa desde 1870, Madrid, Alianza, 1983 ; Paul Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias, Barcelona, Plaza y Janés, 1989 ; y Ricardo Miralles, Equilibrio, hegemonía y reparto. Las relaciones internacionales entre 1870 y 1945, Madrid, Síntesis, 1996. Al texto

2.- MacGregor Knox, Mussolini Unleashed, 1939-1941. Politics and Strategy in Fascist Italy’s Last War, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, cap. 1. Renzo de Felice, Mussolini il fascista, Turín, Einaudi, 1966-1968, 2 vols, y Mussolini il Duce, Turín, Einaudi, 1974-1981, 2 vols. Esmonde M. Robertson, Mussolini as Empire-Builder. Europe and Africa, 1932-1936, Londres, Macmillan, 1977. Cannistraro, Philip V. (ed.). Historical Dictionary of Fascist Italy, Wesport, Greenwood Press, 1982. Denis Mack Smith, Modern Italy. A Political History, New Haven, Yale University Press, 1997. Edward R Tannenbaum. La experiencia fascista. Sociedad y cultura en Italia, 1922-1945, Madrid, Alianza, 1975. P. Guichonnet, Mussolini y el fascismo, Barcelona, Oikos-Tau, 1970. Al texto

3.- Allan Bullock, Hitler, Barcelona, Bruguera, 1969. Bracher, Karl Dietrich. La dictadura alemana. Génesis, estructura y consecuencias del nacionalsocialismo, Madrid, Alianza, 1973, 2 vols. Gerhard L. Weinberg, The Foreign Policy of Hitler’s Germany. Diplomatic Revolution in Europe, 1933-1936, Chicago, University of Chicago Press, 1970. Klaus Hildebrand, The Foreign Policy of the Third Reich., Londres, Batsford, 1973. Del mismo autor, El Tercer Reich, Madrid, Cátedra, 1988. Andreas Hillgruber, Germany and the Two World Wars, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1981. William Simpson, Hitler y Alemania, Madrid, Akal, 1994. Al texto

4.- Anthony Adamthwaite, France and the Coming of the Second World War, Londres, Frank Cass, 1977. Jean-Baptiste Duroselle, Politique étrangère de la France. La décandence (1932-1939), París, Imprimerie Nationale, 1979. Jean Doise y Maurice Vaïsee, Politique étrangère de la France. Diplomatie et outil militaire, 1871-1991, París, Seuil, 1992. Robert J. Young, France and the Coming of the Second World War, Londres, Macmillan, 1996. Paul Kennedy, The Realities Behind Diplomacy. Background Influences on British External Policy, 1865-1980, Londres, Fontana, 1984. R.A.C. Parker, Chamberlain and Appeasement. British Policy and the Coming of the Second World War, Londres, Macmillan, 1993. Gustav Schmidt, The Politics and Economics of Appeasement. British Foreign Policy in the 1930s, Leamington Spa, Berg, 1984. Al texto

5.- Michael Reiman, El nacimiento del estalinismo, Barcelona, Crítica, 1982. Jonathan Haslam, The Soviet Union and the Struggle for Collective Security in Europe, 1933-1939, Londres, Macmillan, 1984. Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista, vol. 1, De la Komintern a la Kominforn, París, Ruedo Ibérico, 1970. Geoffrey Roberts, Unholy Alliance. Stalin’s Pact with Hitler, Bloomington, Indiana University Press, 1989. Milos Hájek, Historia de la Tercera Internacional, Barcelona, Crítica, 1984. Edward Hallett Carr, El ocaso de la Comintern, 1930-1935, Madrid, Alianza, 1986. Al texto

6.- Además de las obras citadas en nota 4, véanse : Martin Thomas, Britain, France and Appeasement. Anglo-French Relations in the Popular Front Era, Oxford, Berg, 1997. Robert J. Young, In Command of France. French Foreign Policy and Military Planning, 1933-1940, Cambridge, Harvard University Press, 1978. Corelli Barnett, The Collapse of British Power, Gloucester, Alan Sutton, 1987. N.H. Gibbs, Grand Strategy, vol. 1, Rearmament Policy, Londres, Her Majesty’s Stationery Office, 1976. Al texto

7.- Walther L. Bernecker, Guerra en España, 1936-1939, Madrid, Síntesis, 1996. Paul Preston, La guerra civil española, Barcelona, Plaza y Janés, 1986. Hugh Thomas, La guerra civil española, Barcelona, Grijalbo, 1976 (3ª ed ). Manuel Tuñón de Lara y otros, La guerra civil española. 50 años después, Barcelona, Labor, 1986. Stanley Payne y Javier Tusell (eds.), La guerra civil, Madrid, Temas de Hoy, 1996. Julio Aróstegui, La guerra civil, 1936-1939. La ruptura democrática, Madrid, Historia 16-Temas de Hoy, 1997. Al texto

8.- Michael Alpert, Aguas peligrosas. Nueva historia internacional de la guerra civil española, Madrid, Akal, 1998. P.A.M. van der Esch, Prelude to War. The International Repercussions of the Spanish Civil War, La Haya, Martinus Nijhoff, 1951. Glyn Stone, "The European Great Powers and the Spanish Civil War", in R. Boyce and E.M. Robertson (eds.), Paths to War. New Essays on the Origins of the Second World War, Londres, Macmillan, 1989, pp. 199-232. Juan Avilés Farré, Las grandes potencias ante la guerra de España, Madrid, Arco-Libro, 1998. E. Moradiellos, "La guerra de España. La guerra civil y el conflicto europeo", Claves de Razón Práctica, nº 78, 1997, pp. 50-56. Al texto

9.- Juan Avilés Farré, Pasión y farsa. Franceses y británicos ante la guerra civil española, Madrid, Eudema, 1994. Pierre Renouvin, "La politique extérieure du premier gouvernement Léon Blum", en Léon Blum, chef de gouvernement, 1936-1937, París, Fondation Nationale des Sciences Politiques, 1967, pp. 329-353. David W. Pike, Les Français et la guerre d'Espagne, París, Presses Universitaires de France, 1975. John E. Dreifort, Yvon Delbos at the Quai d’Orsay. French Foreign Policy during the Popular Front, 1936-1938, Lawrence, University Press of Kansas, 1973. Jean Sagnes y Sylvie Caucanas (eds.), Les Français et la guerre d’Espagne, Perpiñán, Université de Perpignan-CERPF, 1990. Testimonio de Léon Blum en 1947 recogido en Assemblée Nationale. Rapport fait au nom de la Commission chargée d’enquêter sur les événements survenus en France de 1933 à 1945, París, Assemblée Nationale, 1951, Annexes, I, pp. 215-220. Al texto

10.- Citado en Geoffrey Warner, "France and Non-Intervention in Spain, July-August 1936", International Affairs, vol. 38, n. 2, 1962, pp. 203-220. Véase el relato de las gestiones de Fernando de los Ríos, enviado especial republicano a París en julio de 1936, en Angel Viñas, "Blum traicionó a la República", Historia 16, nº 24, 1978, p. 54. Sobre la importancia de Francia en la estrategia diplomática republicana véase Ricardo Miralles, "La política exterior de la República española hacia Francia durante la guerra civil", Historia Contemporánea, nº 10, 1993, pp. 29-50. Al texto

11.- Jill Edwards, The British Government and the Spanish Civil War, Londres, Macmillan, 1979. Douglas Little, Malevolent Neutrality. The United States, Great Britain, and the Origins of the Spanish Civil War, Ithaca, Cornell University Press, 1985. Tom Buchanan, Britain and the Spanish Civil War, Cambridge, Cambridge University Press, 1997. Enrique Moradiellos, Neutralidad benévola. El gobierno británico y la insurrección militar española de 1936, Oviedo, Pentalfa, 1990. Al texto

12.- Citado en Thomas Jones, A Diary with Letters, 1931-1950, Oxford, Oxford University Press, 1954. El autor, amigo y confidente de Baldwin, había sido secretario del gabinete británico entre 1916 y 1930. Las citas previas proceden de Enrique Moradiellos, La perfidia de Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, Madrid, Siglo XXI, 1996, pp. 43 y 61. Al texto

13.- Minuta de sir Samuel Hoare, 5 de agosto de 1936. Recogida en E. Moradiellos, La perfidia de Albión, p. 68. Al texto

14.- Robert Whealey, Hitler and Spain. The Nazi Role in the Spanish Civil War, Lexington, University Press of Kentucky, 1989. Raymond Proctor, Hitler's Luftwaffe in the Spanish Civil War, Westport, Greenwood Press, 1983. Denis Smyth, "Reacción refleja: Alemania y el comienzo de la guerra civil española", en Paul Preston (ed.), Revolución y guerra en España, 1931-1939, Madrid, Alianza, 1986, pp. 205-220. Angel Viñas, La Alemania nazi y el 18 de julio. Antecedentes de la intervención alemana en la guerra civil española, Madrid, Alianza, 1977. Rafael García Pérez, Franquismo y Tercer Reich, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994. Walther L. Bernecker, "La intervención alemana en la guerra civil española", Espacio, Tiempo y Forma. Historia Contemporánea (Madrid), nº 5, 1992, pp. 77-104. Al texto

15.- John Coverdale, La intervención fascista en la guerra civil española, Madrid, Alianza, 1979. Paul Preston, "Mussolini’s Spanish Adventure: From Limited Risk to War", in P. Preston y A.L. Mackenzie (eds.), The Republic Besieged. Civil War in Spain, Edinburgh, Edinburgh University Press, 1996, pp. 21-51. Ismael Saz Campos, Mussolini contra la Segunda República (1931-1936), Valencia, Institució Valenciana d'Estudis i Investigació, 1986. Ismael Saz y Javier Tusell (eds.), Fascistas en España. La intervención italiana en la guerra civil a través de los telegramas de la "Missione Militare Italiana in Spagna", Madrid, C.S.I.C., 1981. Al texto

16.- Despacho del embajador alemán en Italia, 18 de diciembre de 1936. Recogido en la colección de documentos diplomáticos alemanes capturados por los aliados al final de la guerra mundial y luego publicados bajo el título: Documents on German Foreign Policy, 1918-1945, series D (1937-1945), volumen III (Germany and the Spanish Civil War), Londres, His Majesty’s Stationary Office, 1951, documento número 157, pp. 170-173. En adelante se citará : DGFP y número. Al texto

17.- Citado en Martin Thomas, Britain, France and Appeasement, p. 96. El texto de la propuesta en la colección documental francesa : Documents Diplomatiques Français, 1932-1939, Série 2 (1936-1939), vol. III, París, Ministère des Affaires Étrangères, 1966, n. 56. En adelante, DDF, volumen y número. Al texto

18.- Anotación del 9 de septiembre de 1937 sobre su entrevista con De Brouckère. Manuel Azaña, Memorias de guerra, 1936-1939, Barcelona, Grijalbo, 1996, p. 263. Al texto

19.- Sobre la actitud laborista resultan claves: Tom Buchanan, The Spanish Civil War and the British Labour Movement, Oxford, Oxford University Press, 1991; y John Francis Naylor, Labour’s International Policy. The Labour Party in the 1930s, London, Weidenfeld & Nicolson, 1969. Al texto

20.- Public Record Office (Kew), Foreign Office Records, Eden Papers (FO 954), legajo 27. FO 954/27. El juicio de la propuesta como "el mejor y quizá el único medio" de contener la crisis fue formulado internamente en el F.O. por Sir George Mounsey, subsecretario encargado de Europa occidental, el 15 de agosto de 1936. E. Moradiellos, La perfidia de Albión, p. 71. Al texto

21.- "Note de la Sous-Direction d’Europe", 8 de agosto de 1936. DDF, vol. III, nº 108. Al texto

22.- El archivo de las reuniones del comité se custodia en el archivo del Foreign Office, dentro de la serie "Records of the Non-Intervention Committee" (clave 849), legajo 1. En adelante se citará : FO 849/1. Cfr. M. Tuñón de Lara, "¡Todavía la No Intervención ! (julio-agosto, 1936)",Historia contemporánea, nº 5, 1991, pp. 171-186. Al texto

23.- Sobre el apoyo portugués a Franco son claves las obras de César Oliveira, Salazar e a guerra civil de Espanha, Lisboa, O Jornal, 1987; Glyn Stone, The Oldest Ally. Britain and the Portuguese Connection, 1936-1941, Rochester, N.Y., Boydell Press, 1994 ; Soledad Gómez de las Heras, "Portugal ante la guerra civil española", Espacio, tiempo y forma. Historia Contemporánea, nº 5, 1992, pp. 273-292 ; y Joaquín Arango, "La intervención extranjera en la guerra civil española. El caso de Portugal", en Estudios de Historia de España. Homenaje a M. Tuñón de Lara, Madrid, U.I. Ménendez Pelayo, 1981, vol. 2, pp. 253-280. Al texto

24.- Richard P. Traina, American Diplomacy and the Spanish Civil War, Bloomington, Indiana University, 1968. T. G. Powell, Mexico and the Spanish Civil War, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1981. M. Falcoff y F. Pike (dirs.), The Spanish Civil War. American Hemispheric Perspectives, Lincoln, University of Nebraska, 1982. Marina Casanova, La diplomacia española durante la guerra civil, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1996. Al texto

25.- David T. Cattell, Soviet Diplomacy and the Spanish Civil War, Berkeley, University of California, 1955. Edward H. Carr, The Comintern and the Spanish Civil War, Londres, Macmillan, 1984. Jonathan Haslam, The Soviet Union and the Struggle for Collective Security, capítulo 7. Denis Smyth, "We Are with You : Solidarity and Self-Interest in Soviet Policy towards Republican Spain, 1936-1939", in P. Preston y A. L. Mackenzie (eds.), The Republic Besieged, pp. 87-105. Geoffrey Roberts, Unholy Alliance, pp. 75-83. Al texto

26.- Despachos del encargado de negocios italiano en Moscú a sus superiores en Roma, 23 de julio y 6 de agosto de 1936. I Documentici Diplomatici Italiani, Roma, Ministero degli Affari Esteri-Istituto Poligrafico e Zecca dello Stato, 1993, 8ª serie, volumen 4, documentos número 604 y 693. En adelante se citará DDI, volumen y número. Al texto

27.- FO 849/1, actas de la séptima sesión plenaria. Al texto

28.- Despacho del 10 de agosto. Recogido en la colección de documentos oficiales titulada : Documents on British Foreign Policy, 1919-1939. Series 2, vol. XVII. Western Pact Negotiations : Outbreak of the Spanish Civil War, June 23, 1936 - January 2, 1937, Londres, Her Majesty’s Stationary Office, 1979, n. 78. En adelante, DBFP, volumen y número. Al texto

29.- Anotación del diario del presidente sobre su entrevista con Pascua, 12 de junio de 1937. Manuel Azaña, Memorias de guerra, 1936-1939, Barcelona, Grijalbo, 1978, pp. 74-75. El 13 de agosto del mismo año, tras una nueva entrevista con el embajador, Azaña anotaba en su diario: "la cooperación rusa tiene un límite, que no es el posible bloqueo, sino la amistad oficial inglesa. Opino que la URSS no hará nada en favor nuestro que pueda embarullar gravemente sus relaciones con Inglaterra ni comprometer su posición en la política de amistades occidentales". Op. cit., p. 216. Al texto

30.- La cifra mínima de 35.000 la sostienen Jacques Delperrie de Bayac (Las Brigadas Internacionales, Gijón, Júcar, 1980) y Robert Rosentone ("International Brigades" en James Cortada, editor, Historical Dictionary of the Spanish Civil War, Westport, Greenwood Press, 1982). La de 60.000 procede de Andreu Castells, Las Brigadas Internacionales de la guerra de España, Barcelona, Ariel, 1974. Por nacionalidad, predominaron los voluntarios franceses (entre 10.000 y 15.000), alemanes (5.000), polacos (5.000), italianos (3.400), norteamericanos (3.000) y británicos (2.400). Cfr. R. Dan Richardson, Comintern Army. The International Brigades in the Spanish Civil War, Lexington, University Press of Kentucky, 1982; Michael Jackson, Fallen Sparrows. The International Brigades in the Spanish Civil War, Philadelphia, American Philosophical Society, 1994; y E. Moradiellos, "Las Brigadas Internacionales en la guerra civil española. Una revisión histórica y bibliográfica", Norba, nº 14, 1997, pp. 199-204. Al texto

31.- Así lo ha demostrado María Dolores Genovés, historiadora y periodista catalana, que tuvo acceso a la documentación del mariscal Voroshilov (ministro de Defensa soviético) custodiada en el Archivo Militar Estatal de Rusia. Los resultados de su investigación fueron presentados en el programa de TV3 titulado L’Or de Moscou, emitido el 27 de febrero de 1994. Al texto

32.- Gerald Howson, Aircraft of the Spanish Civil War, Londres, Putnam, 1990, pp. 303-305. Según cifras oficiales soviéticas recogidas por Geoffrey Roberts (Unholy Alliance, p. 78), la ayuda militar soviética a la República incluyó : 648 aviones, 347 tanques, 120 vehículos armados, 1,186 piezas de artillería, 20,486 ametralladoras, 497,813 rifles, 340 morteros y 826 millones de balas. Al texto

33.- Angel Viñas, El oro de Moscú. Alfa y omega de un mito franquista, Barcelona, Grijalbo, 1979. Del mismo autor, "The financing of the Spanish Civil Warl", in P. Preston (ed.), Revolution and War in Spain, pp. 266-283. Según Viñas, "Si mis cálculos son correctos, sólo hay un desfase contable de 0,4 toneladas de oro fino, equivalente a unos 450.000 dólares". El capítulo correspondiente a la guerra de la historia oficial del Banco de España, redactada por Juan Sardá todavía en vida de Franco, también llegaba a esa conclusión: "el tesoro español entregado a la URSS fue efectivamente gastado en su totalidad por el Gobierno de la República durante la guerra". El Banco de España. Una historia económica, Madrid, Banco de España, 1970, p. 436. Al texto

34.- Minuta de sir Orme Sargent, sub-secretario adjunto del Foreign Office, 15 de junio 1936. Archivo del Foreign Office, General Correspondence (FO 371), legajo 19857, expediente C4319. En adelante, FO 371/19857 C4319. Al texto

35.- Minuta, 27 de octubre de 1936. FO 371/20583 W14793. El homólogo francés de Vansittart, Alexis Léger, había expresado iguales impresiones a la embajada británica en París el día anterior. DBFP, XVII, n. 333. Al texto

36.- DBFP, XVII, n. 348. Al texto

37.-Note by the War Office on the supply of arms to Spain during the month of April, 7 May 1937. FO 371/21395 W9144. Efectivamente, la mayoría de los envíos alemanes estaban consignados en buques de bandera ficticia panameña y en muchos casos arribaban a Lisboa para llegar por tierra a la España de Franco. Cfr. Michael Alpert, La guerra civil española en el mar, Madrid, Siglo XXI, 1987, pp. 153-156. Al texto

38.- Despacho, 4 de julio de 1937. DGFP, nº 376. Al texto

39.- Véase el análisis sobre la estrategia soviética en P. M. H. Bell, The Origins of the Second World War in Europe, capítulo 8 y pp.197-200. Cfr. P. Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias, pp. 400-409. Al texto

40.- Memorándum de Ginés Vidal (Director de la sección de Europa del Ministerio de Asuntos Exteriores), 28 de enero de 1939. Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (Madrid), serie "Archivo Renovado", legajo 834, expediente 31. En adelante, AMAE R834/31. Al texto

41.- Confidencia de Negrín a su correligionario y confidente Juan Simeón Vidarte, subsecretario del Ministerio de Gobernación. Recogida en su libro de memorias Todos fuimos culpables, México, Fondo de Cultura Económica, 1973, pp. 764-765. Al texto

42.- Telegrama del embajador norteamericano en París para el presidente Roosevelt, 30 de julio de 1937. For the President. Personal and Secret. Correspondence Between Franklin D. Roosevelt and William C. Bullitt, Boston, Houghton Mifflin, 1972, p. 222. Al texto

43.- Michael Alpert, La guerra civil española en el mar, pp. 288-289 Al texto

44.- DDF, vol. VIII, n. 446. Testimonios de Blum y Paul-Boncour (breve ministro de asuntos exteriores en marzo de 1938), in Assemblée Nationale. Rapport fait ... sur les événements survenus en France de 1933 à 1945,. Annexes, vol. 1, p. 253 (Blum) and vol. 3, pp. 801-804 (Paul-Boncour). Al texto

45.- Enrique Moradiellos, La perfidia de Albión, especialmente cap. 4. Sobre la política francesa en el último año de guerra véase Ricardo Miralles, "George Bonnet y la política española del Quai d’Orsay, 1938-1939", Mélanges de la Casa de Velazquez, tomo XXX (3), 1994, pp. 113-141. Al texto

46.- Memorándum del conde de Torrellano, "Consideraciones sobre la futura política internacional de España", 20 de mayo de 1938. AMAE R834/31. Al texto

47.- Report by Major E.C. Richards on Offensive Strategy in the Spanish War, 25 November 1938. FO 371/22631 W16269. La superioridad material franquista está confirmada por los cómputos sobre ayuda militar aérea de Gerald Howson: "los republicanos tuvieron disponible durante la guerra civil una fuerza aérea de combate efectiva de entre 950 y 1.060 aparatos, de los cuales 676 (o como máximo 753) procedían de la Unión Soviética. En el mismo período, los nacionalistas dispusieron de una fuerza de combate aérea efectiva de 1.429-1.539 aparatos, de los cuales 1.321-1.431 procedían de Alemania e Italia". Aircraft of the Spanish Civil War, pp. 305.

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