1937 en los montes de Asturias.

Felix Llanos

La situación era mala, malísima por no decir desesperada. Sino hubiera sido el tobillo de Tuñón todo se hubiera reducido al susto y a la perdida del material que quedó en la cabaña. Una vez roto el cerco,

los falangistas eran notoriamente incapaces de seguirnos y en cuatro o cinco horas de camino hubiéramos llegado a la cueva de Flojeras, lugar relativamente tranquilo.

Pero Tuñón no podía caminar. Apoyado en mi hombro, intentó andar a la pata coja pero sin lograr apenas avanzar. El sitio se prestaba poco al escondite. Súbitamente el recuerdo de un film de Paul Muni (?) “Soy un fugitivo” vino a darnos la solución. El protagonista, evadido de un presidio y acorralado en un terreno pantanoso, escapaba a sus perseguidores tumbándose en el pantano y respirando por una caña que apenas sobresalía del agua. Cerca de nosotros, uno de esos arroyos de montaña de tipo torrencial veía su cauce cortado por numerosas cascadas de 1 a 3 metros. Una de estas, de unos dos metros, presentaba una configuración favorable al escondite. La peña, cóncava, nos permitió apoyarnos contra ella de manera que el agua caía mojándonos la parte anterior del cuerpo y ocultándonos lo bastante para pasar desapercibidos a quien no sea cercaba apoca distancia.

Como el lugar era por lo demás descubierto, de lejos, los falangistas que nos buscaban veían un terreno impropio al camuflaje y no era probable que se arrimaran desperdiciando así lo poco que les quedaba de luz, pues el sol se ponía en aquellos momentos. Sin otro recurso, adoptamos pues el de permanecer de pie, esperando que obscureciera, adosados a la peña y asomando de cuando en cuando la cara para respirar bien y ver lo que pasaba.

A 600 o 700 metros sobre el nivel del mar y a fines de abril una ducha tan prolongada no tenía nada de agradable. Tres cuarto de hora más tarde, empapados y ateridos, iniciamos ya en plena oscuridad la marcha hacia Flojeras. Pero el avance era lentísimo. Dos kilómetros y medio por hora era todo lo que Tuñón podía acelerar apoyándose en mi hombro. Decidimos pues acurrucarnos en una especie de agujero de obús que descubrimos cerca del camino en un terreno pelado. Allí pasamos la noche y el día siguiente.

Un sol fuerte logró secarnos ya antes del mediodía y el optimismo renacía con el calor cuando vimos venir unos 15 o 20 falangistas armados que visiblemente nos buscaban. Desde el fundo del agujero oíamos las voces. Había entre ellos 6 o 8 soldados gallegos a juzgar por el acento. Más terrible en otro grupo vimos 2 guardias civiles. Tiros sueltos y bombazos nos mostraban que otros grupos recorrían los montes vecinos. En los matorrales espesos lanzaban granadas . En las terradas (?) disparaban contra la hierba. Pero nada consiguieron y, en una cabaña que debía ser el punto de cita, vimos al atardecer 90 o 100 hombres malhumorados reunirse para dar por terminada la batida.

“Encontrasteis a alguien ? “ “Esos cabrones están ya lejos” oíamos vocear de una patrulla a otras....Al hacerse de noche, echamos a andar y recorrimos 2 ó 3 kilómetros con tal lentitud que era imposible que, antes de amanecer, pudiéramos llegar a la caverna. Después de un descanso, caminamos otros 2 ó 3 kilómetros y mucho antes de salir el sol nos guarecíamos en una cabaña abandonada de las que habían sido registrada la víspera. En ella pasamos lo que quedaba de noche y el día siguiente. Con el pié descalzo, fricciones y un vendaje hecho desgarrando su camisa, Tuñón logro deshinchar mucho el tobillo así que al atardecer se encontraba dispuesto a caminar solo aunque cojeando. Pero 48 horas sin probar bocado después de la mojadura de la antevíspera nos había debilitado.

Esto fue nuestra grave falta: Débiles y todo hubiéramos podido aguantar las pocas horas que nos separaban de la cueva en la que víveres de reserva nos aguardaban. Pero el hambre es mala consejera y engañándonos a nosotros mismos con el pretexto de debilidad cometimos la imprudencia de hacernos ver de un pastor al que pedimos comida. Nos dio un trozo de pan - una libra escasa – y cuanta leche se nos apeteció beber (al menos litro y medio cada uno). El hombre nos temía visiblemente pese a la amabilidad con que le pedimos ayuda. Esto nos dio mala espina pues en general el temor de algunos pastores no era de lo que los “fugados” pudieran hacerles sino de las represalias falangistas si se descubría la ayuda. Este individuo, decididamente, no tenia la conciencia tranquila y ello nos intranquilizo. Pero ya era tarde y en fin de cuenta, aunque que fuera un chivato, no creíamos que tuviera tiempo a hacernos daño. Se hacían falta al menos dos horas y media par abajar a Proaza y con 5 ó 6 horas de avance teníamos más que de sobra para llegar a la cueva.

Emprendimos pues la marcha revigorizados por la leche y nos íbamos aproximando a la garganta que nosotros habíamos bautizado “Garganta oscura”. Al no conocer los nombres indígenas habíamos establecido una nomenclatura tipográfico-político para uso interno que nos servia perfectamente : “Pico José Díaz“ – “ Corro Pasionaria” – “El camino de los tiros”. El camino se hacia estrecho y abrupto, bordeando la zona de pastos. Hacia abajo, praderas, muchas de ellas con cercado de piedra o matas. Más arriba, monte, rocas, cádavas (?) En rigor, más que camino era un sendero de cabras que nos obligaba a ir uno detrás de otro. Yo iba delante procurando avanzar lentamente dada la cojera de Tuñón. Pero en cuanto la atención se distraía, involuntariamente alargaba el paso al ritmo habitual lo que me obligó dos o tres veces a frenar para no distanciarnos.

Una niebla espesísima comenzó a subir y con la oscuridad de la noche, acentuada por las características del lugar (entrábamos en la Garganta Oscura) se veía difícilmente. Tuñón, que se preciaba de orientarse mejor que yo (lo que era verdad) propuso ir delante “Así – añadió – te amoldaras a mi marcha y no tendrás que andar parándote a esperarme a cada paso”. Se puso pues en cabeza y llevaríamos un cuarto de hora de camino cuando súbitamente un descarga de 6 o 8 fusiles tumbó a Tuñón por tierra. Yo solo sentí el roce de una bala que me arrancó algunos pelos de la región parietal. Los disparos fueron hechos a bocajarro. A dos metros, tres a lo sumo. Sin dudas, emboscados, oyéndonos venir ( porque en la cañada y con niebla se oye de lejos) habían puesto rodilla en tierra y esperando que nos acercáramos hasta casi pisarles a causa de la gran oscuridad.

Sin reflexionar, con la rapidez instintiva de un animal silvestre, di un salto de lado y colocándome en bola, las rodillas en la frente y los brazos cruzados en torno a la cabeza, me eché a rodar monte abajo. Cuanto ? No guardo recuerdo preciso de tiempo ni de distancia, pero al revivir la escena deduzco que debí rodar cerca de cien metros. Oía tiros disparados a bulto pero no el silbido de las balas. Tiraban por tirar, rabiados de que les hubiera escapado una victima. Una vez detenido por un matorral, seguí escapando, ya de pie, hacia abajo. Pero la emoción, más que la fatiga, me había sin duda agotado y pronto sentí que no podía más. Busqué pues una matas y entre ellas me tumbé resignado a todo, incapaz de moverme. El capote verde se prestaba bien al camuflaje sobre la hierba del prado y las hojas de la mata. Desde allí oía hablar a los falangistas comprendiendo distintamente algunas frases cuando el que hablaba tenía voz recia : “A ver como se llamaba este hijo de puta” decía el que era probablemente jefe al examinar los papeles de Tuñón. La claridad con que los oía me hace pensar que la distancia en línea recta de mi escondite al lugar de la emboscada no debía ser mayor de los 200 metros. Quizás algo más, por las condiciones acústicas de la cañada y de la niebla pero no mucho más. Mi situación seguía pues siendo precaria. Por fortuna al buscarme lo hicieron hacia arriba, hacia las cumbres creyendo que los “fugados”, como las cabras, tiran al monte. En caso de poco peligro es cierto. El monte nos ofrece mil medios de defensa y escondite. Pero ante una batida sistemática, el objetivo es descender hacia el llano. Cuando más abajo la circunferencia que limita el terreno a batir se dilata y las patrullas se distancian. Es pues mal fácil romper el cerco o pasar de través. Pero el jefe falangista poseído de la idea de que a un “fugado” se le busca en el monte dio ordenes a sus hombres en consecuencia y pronto les sentí alejarse.

Hasta el atardecer estuve miserablemente acurrucado en aquello monte. Al desaparecer el peligro inminente comenzaron a hacerse sentir las contusiones de mis cien metros rodados. Las manos y la cara desgarradas de espinas. Los codos y rodillas desollados. Y el mazazo moral de la muerte de Tuñón me habían reducido a un estado lamentable y mi aspecto al penetrar aquella noche en la caverna de Flojeras, debió parecer lastimoso a Cubano y Huerta que esperaban impacientes nuestra llegada .

Así murió , en la madrugada del 29 de abril de 1938, el camarada Tuñón.

Si yo hubiera ido delante estas líneas no hubieran sido escritas.

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