La lucha guerrillera de la resistencia antifranquista, uno de los capítulos menos conocidos y más olvidados de la reciente historia de España, reunía todos los requisitos para haber dado lugar, hipotéticamente, a un verdadero género cinematográfico
a una cierta épica de la resistencia contra el fascismo. Claro está que habría hecho falta para ello partir del supuesto, desmentido por la historia, de que la guerra civil se hubiera saldado con el triunfo final de la legalidad republicana. Sabemos bien, en cambio, que el resultado fue lamentablemente el contrario, y que la instalación de un régimen dictatorial hizo imposible aquella quimera.
Por otra parte, cuando España inició el proceso para la recuperación de las libertades democráticas, tras la muerte del dictador, el combate del maquis quedaba ya demasiado lejos para las nuevas generaciones de espectadores que estaban protagonizando la reconstrucción del país. De ahí que, a pesar de algunos intentos aislados por recuperar la memoria histórica de aquel fenómeno, anteriormente secuestrada y adulterada por el cine del franquismo, tampoco a partir de entonces la reaparición de los guerrilleros en la pantalla ha podido llegar a cuajar en algo más consistente que las meras y fugaces excepciones interesadas por el tema.
I) El combate adulterado
El cine protegido y tutelado por la administración franquista nunca demostró, precisamente, una especial sensibilidad hacia los avatares de la historia contemporánea. La férrea censura vigente y el fuerte control ideológico de la producción hacían muy difícil el abordaje directo de temas o aspectos que pudieran afectar a la naturaleza política del régimen. Dificultad que se multiplicaba si la cuestión objeto de interés encerraba en sí misma algún tipo de resonancia internacional y mucho más todavía si su propia toma en consideración implicaba el reconocimiento, más o menos explícito, de la existencia de una contestación interna al sistema político impuesto por los militares.
Se comprende así que dos sucesos históricos tan relevantes como fueron la campaña de la División Azul y la lucha guerrillera del maquis (del francés maquisard: guerrillero, resistente) fueran olvidados con toda premeditación por el cine que les fue contemporáneo. Tuvieron que pasar diez años tras el final de la desquiciada aventura soviética bajo pabellón nazi para que apareciera la primera película que se ocupó del tema (La patrulla; 1954, Pedro Lazaga). La misma fecha, por cierto, en la que se estrenaba la primera ficción que hablaba del maquis (Dos caminos; Arturo Ruiz Castillo), título que llegaba a las pantallas seis años después de que el PCE y el PSOE hubieran decretado la disolución de la guerrilla y el final de la lucha armada (otoño de 1948), y con tres años de retraso respecto al momento en el que el PCE había retirado a los últimos combatientes comunistas que quisieron salir del país.
Es cierto que, con posterioridad a esas fechas, la guerrilla de inspiración anarquista prolongó todavía sus actividades de forma esporádica, al menos hasta que, en 1957, 1960 y 1963, fueran abatidos, sucesivamente, "Facerías", "Quico" Sabater y Ramón Vila Capdevila, "Caraquemada". Sin embargo, para el cine español (igual que para la radio y para la prensa) no hubo prácticamente más que una única guerrilla: los bandidos comunistas que, según la propaganda oficial, cometían actos de terrorismo. Y de ahí que los escasos, en realidad aisladísimos títulos interesados por abordar el fenómeno puedan considerarse, en sentido estricto, como cine histórico y reconstrucciones de época, puesto que todos ellos remitían a una realidad pretérita que ya no era operativa cuando las películas se realizaron.
El recuento final arroja tres únicas producciones que proponen un abordaje más o menos explícito del tema (Dos caminos, Torrepartida, La paz empieza nunca), otras tres que se adentran en él de forma subsidiaria, emboscada o meramente complementaria de sus historias respectivas (La ciudad perdida, Carta a una mujer, Casa manchada) y una séptima que lo hace de manera disfrazada y apenas parabólica, oculta en realidad bajo los ropajes del cine policíaco (A tiro limpio): un exiguo balance que habla ya, per se, de la incomodidad que producía el tratamiento de un tema particularmente espinoso para la dictadura.
De hecho, las seis películas que retratan la actividad guerrillera no son otra cosa que otros tantos eslabones del discurso político anticomunista articulado por el cine del franquismo. De donde cabe adelantar, ya de antemano, que tanto su forma de instrumentar la reconstrucción como la perspectiva desde la que ésta se aborda están sometidas a las premisas de aquel discurso y, como tal, convenientemente manipuladas para ajustarse a los condicionamientos y exigencias coyunturales de aquel, éstas sí, plenamente contemporáneas con las fechas de realización de los films.
Nos encontramos, por lo tanto, con un pequeño grupo de películas que no sólo reconstruyen una realidad histórica convenientemente maquillada y tergiversada (la mentira de la representación), sino que se conciben y se formulan como instrumentos y plataformas de intervención sobre la realidad contemporánea. Son obras que no proporcionan tanto un reflejo fiel de la lucha guerrillera (lo que hubiera sido imposible en aquel contexto) como de la mentalidad desde la que fueron filmados y de la voluntad expresa por ahormar la realidad ideológica y social en la que surgen con arreglo a una construcción ideológica superpuesta, lo que en definitiva nos proporciona la verdad de sus imágenes.
La primera que surge, como ya se ha dicho, es una realización de Arturo Ruiz-Castillo, un director a quien pude considerarse como miembro de la generación del 27, que había participado como actor en "La Barraca" de Lorca y que había intervenido en las Misiones Pedagógicas de la República creadas por Manuel B. Cossío. Documentalista de vocación experimental y vanguardista, trabajó para el gobierno republicano al rodar algunos cortometrajes de propaganda durante al guerra antes de convertirse, instalado ya la dictadura, en un director acomodado a los nuevos vientos políticos y capaz de filmar, incluso, la vibrante exaltación patriótica de carácter anticomunista El santuario no se rinde (1949).
Al hacerse cargo de Dos caminos, Ruiz-Castillo utiliza un guión firmado por José Antonio Torreblanca y Clemente Pamplona (colaborador, este último, de varios periódicos del Movimiento) para contar un relato que parece expresamente concebido "para los vencidos de 1939", como dijo José María García Escudero. Una historia organizada sobre la dicotomía entre dos amigos y ex-combatientes republicanos: Antonio (un médico que, después de la derrota, se queda en España y rehace su vida felizmente) y Miguel, que opta por el exilio y que, tras pasar por un campo de refugiados en Francia, combate contra los alemanes y regresa al interior del país con una partida de maquis: "vuelven en son de guerra hombres derrotados seis años antes", dice la voz en off introductoria.
La historia transcurre en el otoño de 1945, pero podría entenderse que alude a la invasión guerrillera del año anterior, si bien el objetivo de la película no es la reconstrucción de aquel episodio histórico, sino la ilustración de dos conflictos. Por una parte, la comparación entre la existencia de Antonio (integrado con armonía en su familia y en su país) y la de Miguel, un maquis "que lucha sin jefe, jugándome la vida sin objetivo y pisando como un extraño esta tierra de España", por utilizar sus propias palabras. Se da la circunstancia paradójica de que este personaje está interpretado por Rubén Rojo, hijo de exiliados republicanos en Méjico y actor, allí, de algunas películas de Buñuel.
Por otro lado, el conflicto que enfrenta a Miguel (un hombre que carece de militancia política concreta) con los mandos comunistas: primero en el campo de refugiados y luego en la guerrilla. Estos últimos siempre son caracterizados con perfiles fuertemente maniqueos: el desalmado oficial del campo (presentado como responsable del encierro de los españoles), los intrigantes comunistas de Marsella (más cercanos a la tipología de los mafiosos que a otra cosa) y el comisario rojo (esta vez francés) que dispara contra Miguel en el curso de los combates.
Se trata, por lo tanto, de un maquis traicionado por sus superiores comunistas, a los que se presenta como asesinos sin escrúpulos. De ahí que Miguel reconozca, finalmente, haber tomado "el camino que no conduce a ninguna parte" y que declare, al final, que había vuelto a España no para invadirla, sino "para quedarme de una forma o de otra". La confesión de su error y su arrepentimiento introduce el tema de la conversión a la verdad (política) del franquismo oficial, auténtico leit-motiv de todo el cine de propaganda política de la época.
Conversión que, sin embargo, no le salva de morir (castigo inevitable por haber escogido el camino equivocado), a pesar de que la patria (siempre acogedora) había tratado de salvarle antes mediante la intervención de un oficial del ejército camuflado entre la partida. Nos encontramos así con que el primer guerrillero que aparece en el cine español es un maquis con mala conciencia de serlo y que sufre por haber elegido opción errónea, puesto que se trata de un republicano de buen corazón, añorante de una patria oficial que trata de redimirle y traicionado por sus mandos.
Era evidente que Dos caminos no pretendía tanto hablar de la lucha guerrillera (algo que apenas ocupa espacio dentro de la narración) como utilizar la figura de este singular personaje para construir un alegato anticomunista con la excusa de plantear, en el fondo, el tema de la reconciliación entre vencedores y vencidos. Reconciliación enfocada, caro está, desde la óptica del franquismo en el poder; es decir, previa sumisión acrítica y contrita de los derrotados y de los rebeldes.
Dos años después, los maquis regresan a la pantalla de la mano de profesionales que, esta vez, exhiben una nítida militancia franquista en su expediente. Son Pedro Lazaga (un voluntario de la División Azul) y Santos Alcocer (un falangista que había sido redactor de Arriba y de Pueblo), director y productor respectivamente de Torrepartida (1956), cuyas imágenes toman por escenario la Sierra de Albarracín para proponer una historia cuya iconografía se aproxima más a la del bandolerismo (un término utilizado de manera específica por el letrero inicial) que a la propia de la lucha guerrillera en los territorios del norte.
Curiosamente, el esquema dramático permanece casi inalterado respecto al de la película anterior, pues aquí son dos hermanos quienes, separados por la guerra civil, aparecen uno como alcalde del pueblo que da título al film, y el otro integrado en una partida guerrillera cuyo jefe comunista exhibe, de nuevo, una extraordinaria crueldad. La dimensión fraternal del conflicto no es en modo alguno inocente, pues al plantear la dicotomía desde esta perspectiva se acomoda el discurso a una de las más queridas mitologías del franquismo: aquella que presenta a la guerra civil como un enfrentamiento entre hermanos de la misma patria. Y, por si acaso podía caber alguna duda, el letrero inicial se encarga de dejarlo bien claro: "la desunión entre hermanos, fomentada por pasiones e intereses bastardos, conduce inexorablemente a la ruina y a la muerte".
Aunque los moldes narrativos utilizados en Torrepartida están más cerca del western y del cine de aventuras que del drama político, la encrucijada del joven guerrillero vuelve a situarse aquí ante dos senderos contrapuestos. Dos opciones que, en esta ocasión, tienen para Miguel el denominador común de su novia, a la que pretende también el hermano-alcalde y a la que secuestra el jefe de la partida, suceso que activa (por la vía melodramática) el desengaño político del protagonista.
La lectura que se ofrece es idéntica a la que proponía Dos caminos, pues aquí se ilustra de nuevo, y además con idénticos recursos (la maldad del jefe comunista, la muerte final del guerrillero a manos de éste) el camino equivocado de quienes se enfrentan con las armas a la convivencia pacífica y familiar de la España franquista. Las dos películas articulan el mismo discurso, si bien Torrepartida se ocupa de caracterizar algo más al comisario comunista por el malsano procedimiento de insinuar, como si se tratara de una perversión, que su relación con Miguel tiene la doble intención de albergar una posible atracción de tinte homosexual.
El esquema se hará luego un poco más complejo, pero también mucho más agresivo, cuando, cuatro años después, el director de origen argentino y afincado en España León Klimovsky dirija, sobre una novela del falangista Emilio Romero, La paz empieza nunca (1960). Aquí se invierte el protagonismo y éste se concede a un falangista de la primera hora (López), interpretado por Adolfo Marsillach, el mismo actor que había incorporado antes al despiadado jefe comunista de Torrepartida.
La segunda mitad de la historia transcurre durante los años en los que tiene lugar el aislamiento internacional de la dictadura y cuando "unas partidas armadas, disciplinadas, darían la impresión al mundo de que la guerra civil no ha terminado", según dice López, preocupado porque "eso podría justificar, incluso, una intervención en España". De ahí que decida hacerse pasar por comunista para infiltrarse dentro de la guerrilla con el objeto de contribuir a desarticularla, pues se muestra convencido de que "no debe haber más luchas entre españoles".
La premisa acusa directamente al comunismo de querer provocar una intervención extranjera, lo que justifica la vuelta del protagonista a un combate que se presenta, así, como prolongación del que López había desempeñado ya antes en la guerra civil. Y como esa "cruzada" necesita un enemigo suficientemente malvado, la oportunidad estaba servida para un nuevo ejercicio de feroz maniqueísmo: comunistas de gran crueldad antirreligiosa (uno de sus jefes no duda en ametrallar a un sacerdote mientras éste reza en el altar de una iglesia), de perversas conexiones extranjeras (la emisora-enlace de Toulouse) o de asesina hipocresía, pues hay incluso un militante de vida licenciosa capaz de matar a una chica que trabaja en la barra americana que él mismo frecuenta.
La película se cierra con un letrero que no tiene desperdicio y que reza como sigue: "La historia de España la estamos haciendo todos los españoles: los que ganamos y los que perdieron nuestra guerra. Y para hacer cosas que dejen en buen lugar a nuestro pueblo, ahora que queremos ir todos hacia arriba, la paz empieza nunca". Se trata, por lo tanto, de una belicosa llamada a proseguir, en 1960 (fecha del film), el combate propio de la "cruzada", lo que no dejaba de resultar extrañamente anacrónico y llamativo para aquellas fechas.
Concebida de forma inequívoca desde la trinchera del falangismo más desfasado, la película (cuyo discurso rencoroso y anti-reconciliatorio reproduce los esquemas del viejo "cine de cruzada" propio de los años cuarenta y también los del cine político de la "guerra fría" característico de los cincuenta), surge --quizás no por casualidad-- en plena escalada del desarrollismo; es decir, cuando la hegemonía falangista empezaba a ser desplazada, dentro del aparato estatal, por la renovada máscara tecnocrática y economicista que se disponía a adoptar la dictadura.
Quedaba así de manifiesto, una vez más, que el verdadero objetivo de la película no era hablar del maquis, sino más bien utilizar el combate de los guerrilleros como carnaza retrospectiva para alentar otro combate de naturaleza muy diferente: una lucha que sólo podía interpretarse en clave interna, dentro de los diferentes clanes que sostenían el régimen en 1960 y, por lo tanto, con parámetros contemporáneos a la realización del film.
El paisaje es algo diferente en las tres películas restantes que hacen un hueco en sus fotogramas para los maquis. En ellas apenas queda sitio alguno para la escenificación del combate guerrillero y el abordaje se hace casi tangencial o meramente episódico. De hecho, en La ciudad perdida (1954; Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla) se cuenta ya una historia de corte policíaco cuyo relato, condensado en el plazo de veinticuatro horas, transcurre íntegramente en las calles de Madrid.
La narración comienza con la llegada de cuatro ex-combatientes del ejército republicano en misión subversiva, pero deriva luego --tras un tiroteo inicial en el que mueren tres de ellos-- hacia el largo deambular del cuarto, aislado y sin contactos, por una ciudad desconocida para él. Un itinerario que incluye su relación con una dama de la alta sociedad a la que coge como rehén, sus intentos por escapar del acoso y su caída final ante las balas de la policía poco antes de arrepentirse.
Se trata, pues, de un maquis urbano, aislado y sin compañeros, a quien da vida el actor italiano Fausto Tozzi, intérprete que --de forma significativa-- es el único extranjero del reparto, como si se tratara de mostrar la soledad y el desarraigo a los que estaba condenada esa opción. La figura del guerrillero entra de forma meramente subsidiaria, por su parte, en la historia de clara vocación melodramática que se cuenta en Carta a una mujer, película dirigida por el barcelonés Miguel Iglesias en 1961 sobre una novela de Jaime Salom titulada El mensaje.
Ese personaje, identificado en el relato como un disidente del PCE, es un hombre llamado "El Asturias", a quien se presenta como "un agitador con cargos políticos durante la guerra". Su relación con una partida de guerrilleros que planean asaltar un banco (se les acusa también de robar una masía, atracar un establecimiento y sustraer un coche) le conduce al ya sabido y fatal destino al que parecen condenados la mayoría de los maquis retratados por el cine del franquismo: el arrepentimiento primero y la muerte, después, como víctima del jefe de los comunistas.
Finalmente, otra novela de Emilio Romero (Todos morían en casa Manchada) da lugar a una realización de José Antonio Nieves Conde (Casa Manchada) que aparece en la muy tardía y anacrónica fecha de 1975. Sólo que éste es ya un producto bastante exótico, donde la presencia de los guerrilleros se circunscribe al último rollo del film, cuando una partida de maquis (a los que se acusa de matar al cura y al alcalde de un pueblo) secuestra a Álvaro, el joven hacendado de pasado falangista que terminará muriendo --quizás bajo las balas de la guardia civil-- cuando ésta acabe con toda la partida en el curso de un tiroteo.
Son éstos unos guerrilleros más bien pintorescos, cuyo jefe obeso y con abultaba perilla, siempre amenazante y filmado en contrapicado, explica que en la Unión Soviética le hicieron general y le pusieron un nombre ruso, pero que luego "empezaron a funcionar los chivatos y acabé para Rusia, pero no para España". Y esto, poco antes de afirmar, en pleno arrebato patriótico, que "nuestra revolución tiene que ser otra cosa. Aquello no era un paraíso ni leches. Siempre diciendo que son los tíos más cojonudos..., siempre diciendo que en España no hemos hecho nada, y nosotros tenemos libros de Historia para empedrar Moscú".
El propio Nieves Conde reconoció, mucho después, que "lo más sensato hubiera sido tirar la historia a la papelera y hacer otra cosa". Y es que resultaba ciertamente insólito el rodaje, pocos meses antes de la muerte de Franco, de una película cuyo discurso aparecía como una advertencia sobre el caos que el peligro rojo podía crear en España. Un film que volvía a utilizar los mismos códigos narrativos y maniqueos propios de la "guerra fría" y que, efectivamente, no pudo estrenarse hasta junio de 1980, si bien casi de tapadillo y sin ninguna repercusión.
Queda por reseñar, sin embargo, una película que realmente no habla directamente del maquis, pero cuya historia (disfrazada con los ropajes de un policíaco convencional) remite explícitamente a un caso histórico: las muertes de "Facerías" (Barcelona, 1957) y "Quico" Sabater (Sant Celoni, 1960). Ésta no es otra que A tiro limpio, dirigida por el debutante Francisco Pérez-Dolz en 1963 sobre un guión que, antes de rodarse, llevaba por título primero Los resentidos y luego Encuentro con la muerte. Un guión en el que, por mera precaución, los autores (el propio Pérez-Dolz, José María Ricarte y Miguel Cussó) habían refundido previamente a los dos maquis en un sólo personaje, pero que, ni siquiera con esta cautela, logró salir indemne de su colisión con la censura.
Desprovista, por lo tanto, de cualquier matiz político en el retrato de los personajes, la película quedó confinada estrictamente a los moldes del género policíaco, de manera que sólo una lectura de carácter parabólico, y además conocedora de estas circunstancias, permite ponerla en relación con el fenómeno maquisard. Lo mismo que sucede, por otra parte, con Metralleta Stein (1974), donde José Antonio de la Loma utiliza también la figura de "Quico" Sabater como escondida y casi secreta referencia para componer el personaje de un delincuente perseguido por un policía, sólo que lejos, muy lejos ya, de todo interés o voluntad por aproximarse a los contornos reales de una figura histórica.
II) El combate reivindicado
La muerte del dictador y el inicio, tras ella, del proceso que se conoce como la transición a la democracia marcan una frontera nítida, y puede decirse que radical, en cuanto al tratamiento de que es objeto el tema del maquis en el cine español. Durante aquel período, la necesidad de recuperar la memoria histórica secuestrada por el franquismo se revela como un impulso decisivo bajo una gran cantidad de películas que vuelven sus ojos hacia el pasado de la guerra civil y de la inmediata posguerra en busca de una lectura no manipulada de la Historia.
Y es dentro de ese movimiento reivindicativo que inicia el cine español donde aparecerán, lógicamente, las nuevas aproximaciones que surgen a las figuras de los guerrilleros, de los que se ofrece a partir de entonces una imagen muy diferente. Para empezar, porque los maquis aparecen siempre en películas dirigidas, en su totalidad, por realizadores con ideas de izquierdas (la derecha cinematográfica deja de estar interesada por el tema) y también porque, en consecuencia con el dato anterior, todos los títulos implicados se inscriben de lleno en el campo de un cine democrático que profesa, casi siempre, simpatías republicanas.
Desaparecen así todos los tópicos maniqueos, todos los estereotipos y simplificaciones que presidían los retratos anteriores. Los nuevos maquis han perdido su carácter zafio y agresivo, su perversión manipuladora de inocentes y su activismo resentido. Entre otras cosas, porque uno de los rasgos fijos más reveladores de estas ficciones es su insistencia en hablar casi siempre del maquis derrotado, de guerrilleros en retirada, acosados o perseguidos ya sea por la policía, por la guardia civil o, incluso, por sus propios camaradas. Son películas que hablan de la derrota y que asumen el punto de vista de los derrotados, de los perdedores de la guerra.
Frente a las historias contadas durante el franquismo, narradas siempre desde el punto de vista de los vencedores y en las que a los combatientes de la guerrilla sólo les quedaba el arrepentimiento, las nuevas películas se solidarizan con la lucha de los maquis, se muestran comprensivas o solidarias con el sentido de su batalla y muestran la dignidad que aquellos exhiben en su derrota. En su lucidez, no pueden por menos que levantar acta del fracaso, pero el punto de vista ha cambiado y la única crueldad de estos relatos es ahora la que muestran los vencedores, las fuerzas represivas, los delatores o los traidores a la causa resistente.
Con todo, la primera vez que el cine español recoge la figura de un maquis no arrepentido ni asesino ni equivocado aparece (como una nítida y reveladora excepción) antes de la muerte de Franco, y el hecho sucede nada menos que en El espíritu de la colmena (1973; Víctor Erice), película que por tantas otras cosas es igualmente avanzada y singular. Se trata de un guerrillero huido y malherido, que desciende de un tren y que se esconde en un refugio aislado en mitad del campo. Un personaje al que sólo tiene acceso la protagonista del film: Ana, la niña cuya mirada conduce la indagación poética propuesta por las imágenes de la película.
Indagación de carácter lírico que se adentra en los misterios familiares y en los mitos propios de la infancia, pero también en las entrañas de la Historia. Sólo que en 1973 faltan dos años aún para la desaparición del dictador y a los derrotados no se les ha devuelto todavía la palabra: quizás por ello este maquis no pronuncia ni un sólo vocablo en las pocas secuencias en las que aparece, debe permanecer todo el tiempo encerrado en el refugio y su muerte queda sumergida en la impunidad de la noche dictatorial, en el fragor de un asesinato del que se sólo escuchamos el ruido de las ametralladoras y del que sólo vemos los fogonazos de éstas.
Interpretado por Juan Margallo (un conocido actor del teatro independiente), este maquis fugitivo que sólo recibe auxilio por parte de una niña inocente juega, dentro del sistema narrativo puesto en marcha por Víctor Erice, un rol intermedio en la trasposición que efectúa Ana entre el monstruo-víctima (propio del imaginario mítico) y el padre-ausente (la realidad misteriosa). Es una figura que pertenece, todavía, al territorio silencioso de una infancia vivida en clandestinidad, cuyas raíces referenciales deben situarse en la propia biografía infantil de uno de los guionistas del film (Ángel Fernández Santos), pues fue él quien vivió, personalmente, la peripecia real de conocer en secreto a un maquis a quien su padre (un maestro republicano represaliado por el franquismo) mantuvo escondido durante algún tiempo en el desván de su casa.
Salvada sea esta excepción de carácter precursor y, en el sentido que aquí nos ocupa, claramente adelantada a su tiempo, el primer maquis del cine democrático, el primer guerrillero con voz y presencia deseante que aparece en el cine español será un ex-combatiente huido, derrotado y desmovilizado, escondido en Madrid mientras busca documentación para escapar a Francia: quizás porque en 1975 (fecha en la que surge Pim, pam, pum, fuego, de Pedro Olea) era todavía demasiado pronto como para mostrar directamente la lucha del maquis en las montañas.
Este guerrillero (interpretado por José María Flotats) llega también en un tren, y su clandestinidad en Madrid no será solamente política, sino incluso sexual, pues tendrá que vivir a escondidas y de manera furtiva su romance con una corista (Paca / Concha Velasco). Hija de un viejo republicano inválido desde la guerra (otra síntoma de la derrota), esta mujer será quien dé cobijo al maquis en la habitación realquilada donde ella y su padre sobreviven a las penurias de una posguerra que la película documenta con precisión: el hambre, el frío, el racionamiento, el estraperlo, el hacinamiento de los realquileres, etc.
"No hay nada que hacer. Nos estaban cazando como conejos", dice Luis, el guerrillero, al confesar a Paca la derrota de su combate en la única alusión que hay en toda la historia a su actividad como resistente. No estamos, por lo tanto, ante una película sobre la guerrilla, sino ante un film que habla de las dificultades para sobrevivir que padecen todos los derrotados en la España franquista de la posguerra. Su punto de vista moral es siempre solidario con Paca, con su padre y con el joven maquis a quien los documentos falsos que le hace llegar el estraperlista franquista que extorsiona a la corista le costará la vida (si bien su muerte permanece elidida) sin dejar otro rastro en la historia que una minúscula y aséptica nota periodística sobre su muerte al ser descubierto.
Escrita por Rafael Azcona y Pedro Olea sobre un argumento de este último, Pim, pam, pum, fuego abre la puerta al tratamiento histórico reivindicativo de unas figuras que dos años después encontrarán, por fin, el espacio que hasta entonces siempre les había negado el cine español para la representación directa de su lucha. La ocasión aparece con Los días del pasado, primera producción que aborda, de manera casi central, la lucha guerrillera en el interior del país, si bien el personaje-conductor del relato es aquí, todavía, una joven maestra andaluza (interpretada por Marisol) que llega a un pueblecito del norte en busca de su novio: un maquis que lucha con su partida en los bosques de alrededor.
Dirigida por Mario Camus sobre un guión que escribió él mismo junto con Antonio Betancor, sobre una idea de Miguel Rubio y de Manuel Matji, la película se abre --al igual que Pim, pam, pum, fuego-- con una secuencia en el interior de un tren, sólo que si allí se cantaba Tatuaje, en ésta la banda sonora desgrana una versión instrumental de Ay, Carmela. Secuencia que tiene la explícita voluntad didáctica, en este caso, de situar históricamente la lucha del maquis a través de la carta del guerrillero (Antonio Gades) leída por la voz en off de su novia.
Aunque los combates y la vida de la guerrilla en el monte ocupan sólo la segunda parte del metraje, la gran novedad de la película es que, por primera vez, el cine español se proponía mostrar con cierta voluntad de realismo las formas de subsistencia de los maquis, sus dudas y sus miedos, sus contradicciones internas, sus relaciones con las gentes de los pueblos que utilizaban para buscar provisiones. La primera vez, en definitiva, que se humaniza a estos personajes, que se les caracteriza más allá de su ideología, pues sucede incluso (y esto puede ser lo más discutible de la propuesta) que nunca se hace alusión a las ideas políticas o a la afiliación partidista de los componentes de la partida.
Sobre Los días del pasado se deja sentir la sombra inevitable de El espíritu de la colmena, perfectamente rastreable en ese niño sin padre que cuida en secreto de los guerrilleros y en ese refugio, aislado en el monte, adonde aquel lleva ropas y comida a un maquis herido que huye de la guardia civil. Su historia propone, por lo tanto, un acercamiento a la fase final del combate, cuando la desmoralización, el cansancio y la falta de perspectiva empiezan a hacer mella en el ánimo y en la moral de los resistentes, cuando éstos empiezan a sentirse acorralados y van siendo diezmados en las sucesivas escaramuzas, pero lo hace con una intensidad emotiva y con una hondura en los retratos individuales que contribuye a inyectar dignidad y grandeza a la lucha colectiva.
Es una aproximación, en cualquier caso, de vocación realista, muy diferente al acercamiento de carácter mítico, fabulador y legendario que al año siguiente propone Manuel Gutiérrez Aragón cuando rueda El corazón del bosque (1978), cuyos protagonistas no pueden ser más significativos: el último maquis que sobrevive, aislado y casi como una alimaña, en el interior del bosque, y el comisario político de su propia organización que llega hasta el lugar para convencerle de que abandone la lucha porque su combate ha dejado ya de tener sentido.
"El Andarín" por un lado, y Juan por otro (interpretados respectivamente por Luis Politti y Norman Brisky, dos actores argentinos) protagonizan así un viaje al interior frondoso de un universo mítico (el bosque), donde se dan cita los últimos estertores de la guerrilla, los cuentos de hadas, una fábula infantil ("si la zorra va a higos..."), algunos elementos mágicos, la memoria biográfica de la infancia del director y un cierto sustrato sexual de raíces casi antropológicas, todo ello envuelto en una atmósfera encantada, misteriosa y preñada de ciertos ribetes mágicos.
Esta conjunción heterogénea de factores hace que el núcleo dramático de la película sera la leyenda de "El Andarín", pero no tanto por adhesión al sentido de su lucha, sino por la adhesión de carácter mítico que genera su supervivencia cuando el conjunto de la guerrilla ha sido ya derrotada y cuando son sus propios compañeros los que le buscan para retirarlo. Es la primera vez, por lo tanto, que el cine español aborda el final histórico del maquis, con los esfuerzos consiguientes del PCE por retirar a los últimos guerrilleros y con la rebelión personal de algunos combatientes contra una decisión que les viene impuesta y que ellos no comprenden.
Debe puntualizarse que la realización de la película coincide en el tiempo con el debate interno y contemporáneo que se produce en el interior del PCE cuando el regreso a España del núcleo dirigente del partido, instalado anteriormente en Francia, creaba tensiones y ciertos desajustes en las organizaciones sectoriales del interior, a las que Manuel Gutiérrez Aragón había pertenecido hasta muy poco antes. Ahora bien, El corazón del bosque no nace de ese referente intrapartidista, sino que surge de la recuperación, por parte de su director, de un significativo legado de sus vivencias y de su memoria infantil, al igual que ocurría en El espíritu de la colmena, con Ángel Fdez. Santos, respecto a la presencia del fugitivo.
De ahí también que la reconstrucción histórica se encuentre filtrada aquí, al igual que ocurría en el film de Víctor Erice, por una vibrante pátina lírica y elegíaca que libera las imágenes de toda servidumbre realista. "El Andarín" es el referente alrededor del que gira la vida de todos los personajes, pero su retrato no busca los trazos realistas o las coordenadas históricas de su existencia, sino los perfiles míticos de su leyenda como combatiente derrotado de una lucha que ya no se libra, como el último resistente que sobrevive a costa de convertirse en esclavo de sí mismo a pesar de que no representa ya ninguna amenaza para nadie.
Más que la figura real del último maquis, a Gutiérrez Aragón le interesa el cuento del traidor y del héroe, la historia del viejo guerrillero y del joven militante que se enfrentan, cara a cara, en una especie de ajuste de cuentas casi poético con la Historia. Cobra así entera coherencia el hecho de que el protagonista-conductor del relato sea el comisario comunista enviado por el PCE para convencer a "El Andarín" de que abandone la lucha; es decir, el antihéroe retratado en el proceso de toma de conciencia sobre su propia condición frente a la dignidad derrotada del guerrillero.
La gran paradoja consiste en que, allá por la fecha de 1952, el maquis verdadero se había convertido ya, efectivamente, en lo más parecido a esa sombra de "El Andarín" que --dentro de la película-- permanece sobre la pared de la montaña aún después de que aquel abandone dicho escenario. Un maquis reducido, en definitiva, a la huella inmaterial de un combate perdido o, si se quiere, a un mero recuerdo fantasmal y casi imaginario, fantaseado por la memoria mítica de quienes fueron niños en aquellos años de oscuridad y derrota.
Los días del pasado y El corazón del bosque integran un díptico complementario altamente revelador. Podría decirse que una y otra ofrecen, respectivamente, la memoria realista y la memoria mítica del maquis, la reivindicación del sentido que tuvo aquella lucha y la evocación de la huella legendaria que dejó tras sí. Todavía faltaban nueve años, sin embargo, para que apareciera la primera película que tiene por protagonistas absolutos y conductores del relato a los propios guerrilleros: Luna de lobos, dirigida por Julio Sánchez Valdés en 1987.
Más cercano al registro de Mario Camus que al de Gutiérrez Aragón, este film se centra en el itinerario de tres hombres que huyen y luchan por las montañas de Riaño, en la provincia de León. Es una trayectoria colectiva que se articula en cuatro tiempos y que va, desde que se produce la caída del frente republicano del norte (otoño de 1937), pasando por el final de la guerra civil (primavera de 1939) y la encrucijada de la segunda guerra mundial (invierno de 1943), hasta que se estabiliza la dictadura tras el final de aquella (invierno de 1946), cuando los escasos supervivientes de la guerrilla empiezan a intuir que su combate ya no tiene futuro y que constituye, más que otra cosa, un suicidio colectivo.
La lucha de un grupo de maquis, sus relaciones con amigos y familiares, sus enfrentamientos con la guardia civil y sus andanzas por los montes ocupan aquí --por primera vez-- la totalidad de la narración. Escrita por el propio director en colaboración con Julio Llamazares, la película quiere ser un recordatorio admirativo de los hombres que se echaron al monte para librar aquel combate desesperado y sin horizontes. Ninguna otra dimensión adicional permite enriquecer, sin embargo, lo que aquí no pasa de ser una bienintencionada evocación historicista, desprovista ya de las urgencias propias de la transición política (ese sentimiento de necesidad que parecía latir bajo las ficciones anteriores) y despojada también, quizás por ello mismo, del espesor significante de aquellas.
Cinco años después, el actor Sancho Gracia (intérprete bien conocido de Curro Jiménez) se convierte inesperadamente en productor y director debutante para realizar una película (Huidos, 1992) cuyo relato se acerca de manera colateral al tema del maquis. Se trata de una historia escrita por Carlos González Reigosa, y en ella se cuentan las andanzas y penalidades de un grupo de fugitivos que, durante la guerra civil, se ve atrapado en una situación-límite de persecución y violencia.
La película contrapone las trayectorias respectivas de dos personajes: el maduro anarquista Juan (interpretado por el propio director), consciente de que la marcha de la Historia camina en su contra, y el joven Marcial (Fernando Valverde), más impetuoso y rebelde, pero menos preparado para la adversidad. Ahora bien, el formato elegido aquí se acerca más, en todos los aspectos, al cine de aventuras que a la indagación histórica, por lo que este título no pasa de ser una curiosa rareza, un epígono provisional de escasa sustancia que no aporta apenas nada relevante a la pequeña, y como se ve, más bien escasa filmografía democrática sobre el tema en el que se centra este trabajo.
Parece claro, en cualquier caso, que --por ahora y a la espera de nuevas aportaciones-- las aisladas películas interesadas por el combate guerrillero distan mucho de llegar a configurar un género propio y ni siquiera una tendencia más o menos regular de nuestra cinematografía. La aventura simultáneamente heroica y suicida del maquis, la lucha individual y la trastienda histórica que hicieron posible semejante quimera permanecen, en consecuencia, como un enorme vivero de historias, personajes y situaciones que sigue a la espera de nuevos exploradores, de nuevas miradas capaces de encontrar en sus entrañas el germen o el pretexto para la creación de renovadas ficciones.
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