Clandestinos. Prólogo de José Ignacio Gracia Noriega.

En la Rusia zarista, la policía llegó a estar representada, por medio de Malinovski, en las máximas instancias revolucionarias. Lo que demuestra que la inteligente y magnífica novela de G. K. Chesterton, El hombre que fue Jueves, en la que al cabo resulta que todos los conspirados con infiltrados, no es, en modo alguno, disparatada. Añade Wassiliew que «por este motivo, no faltaba nunca en la vida de todo colaborador secreto el instante en que súbitamente se arrepentía del doble papel que se había prestado a hacer. En este crítico momento despertábanse en él algunas veces fanáticos sentimientos de odio contra aquel oficial de la Ochrana que dirigía la actividad del agente». ¿Es posible que la delación conviva hasta puntos extremos con el fanatismo? Lo es, según parece, aunque las circunstancias de la clandestinidad antifranquista, cuyos resultados no desembocaron, en modo alguno, en ningún tipo de revolución, fueron muy distintas de las de los revolucionarios rusos. En España, el confidente delataba para conseguir algún tipo de beneficio, bien en el orden material, recibiendo, de oscuros presupuestos, el equivalente a las treinta monedas, o bien para preservar su seguridad. En este ambiente, el fanatismo estaba de más. Me contó el comandante Mata que, de inmediato, desconfió de alguien que se había infiltrado en la guerrilla debido a su fanatismo. El delator era, en la España de los años cincuenta y sesenta, por lo general, un pobre hombre. Cualquier parecido entre el atormentado Gypo Nolan, de la novela de Liam O´Flaherty, y el delator de la policía franquista, que delataba a cambio de miserables prebendas, salvo el acto mismo de la delación, es inexistente.

Clandestinos, el libro más reciente de José Ramón Gómez Fouz, el autor de Bernabé y La brigadilla, dos obras documentada y polémicas, indispensables para conocer aspectos precisos y muy poco divulgados de la historia asturiana reciente, no trata sólo de la delación y de la actividad de algunos infiltrados en el movimiento clandestino, aunque es posible que sea éste su aspecto más vistoso y, probablemente, será el más polémico. Alguno de aquellos temibles confidentes hizo notoria e importante carrera política, sin que a éste se le caigan los anillos por ello, ni a su partido le importe demasiado, debido a que, con la llegada de los «tiempos nuevos», de la segunda restauración borbónica, el principio en el que se fundamentan la buena armonía, la convivencia, el «consenso» y la «corrección política» es único e invariable: todo da igual. Señalar a éste o aquel, sólo vale para clarificar unos aspectos ocultos a la par que indispensables de la actividad clandestina, pero como decía Dante de los homosexuales, «bueno es saber de alguno».

El libro de Gómez Fouz está bien nutrido de informaciones. En los libros de este ex-boxeador, que fue campeón de Europa, se debe entender al dato más que al comentario. Es más: comentario apenas hay. Gómez Fouz lo evita en beneficio de la objetividad, aunque no oculta sus fuentes, que son policiales. ¿Significa esto un punto de vista parcial? No necesariamente. Es posible que algunos supongan que en este libro predomina el punto de vista de quienes combatieron a los movimientos clandestinos; pero éstos, a su vez, fueron entrevistados y consta su testimonio. El autor no hace trampa, y tanto hablan los de un lado como los de otro. Otro caso es que algunos no hayan querido hablar, como sucedió mientras escribía el libro sobre Bernabé, el famoso bandolero llanisco, y luego protesten. El teniente coronel Aguado, que adjetivaba con más frecuencia y menos moderación que Gómez Fouz, no por ello dejó de escribir un libro fundamental sobre el maquis en España, basado en los archivos de la Guardia Civil. No se trata, pues, en el libro de Gómez Fouz tanto de una versión policial de aquellos hechos como de la inclusión de testimonios policiales. No siempre el testimonio ha de venir del mismo lado, como se acostumbra ahora.

La clandestinidad impone sus normas, que se extienden a un ámbito bastante más amplio que el de los reducidos grupos de personas más batalladoras. Siendo el confidente o informador el complemente indispensable de la acción clandestina (y cuanto más clandestina sea esa acción, mayor será la presencia obsesiva del informador, imaginada o real), a semejanza del Estado al que combaten, las células clandestinas generan sus propios servicios de contra-información: al confidente se le combate con otros confidentes, o bien creando una mentalidad obsesiva en el entorno, relacionada con el miedo a la delación. Los servicios de contraespionaje de la clandestinidad desarrollan la busca y captura del delator, en la que nadie, a la larga, queda libre de sospecha. La sospecha es, por tanto, el reverso de la clandestinidad: reverso que, como la cara y la cruz de las monedas, es indisoluble. Como todo el mundo puede ser delator, todo el mundo es sospechoso. La única posibilidad que cabe ante esto es mantenerse al margen, lo que no siempre es posible. En la Universidad de Oviedo, por ejemplo, la presencia de un catedrático vinculado profesionalmente con la policía, creó una psicosis de desconfianza entre los alum nos más comprometidos. Entre los discípulos aventajados de este catedrático figuraba un medievalista, quien, decidido a ser funcionario a toda costa, hizo, según parece, oposiciones al cuerpo superior de policía por si le fallaban las oposiciones a profesor de medievalidades, previsiblemente más exigentes. Esto, en los años sesenta, era motivo para despertar el desasosiego, aunque el medievalista siempre hubiera sido modelo de individuo «políticamente correcto»: en tiempos de Franco era franquista (más o menos, los que se mantenían al margen de toda actividad política, actuaban a favor del régimen), y ahora es demócrata. No sé si sus estudios le habrán enseñado que lo más prudente es estar con quien manda.

La delación admite múltiples variantes, y por no salirnos del marco de la Universidad de Oviedo, recordemos el artículo del profesor Benítez Claron haciendo las oportunas acotaciones al trabajo de Emilio Alarcos sobre la poesía de Blas de Otero. Por si algunos aspectos de la poesía de Otero quedaran oscuros o ciertos detalles pasaran inadvertidos, el eminente catedrático de literatura puso los puntos sobre las íes, aclarando, por ejemplo, que donde el poeta escribe, para que los censores lo den por bueno, «misteriosas», debe leerse «religiosas». Este «instructivo escrito», como humorísticamente lo denominaba el propio Alarcos, al cabo de los años, no puede ser considerado del todo como delación, porque faltan en él el sigilo y el ocultamiento: va firmado. Pero sus efectos pudieron haber sido tan nocivos como los del chivatazo que se daba entrando en la comisaría por la puerta de atrás, de no estar por aquel entonces en Asturias un gobernador civil que no le concedía a estas cuestiones mayor importancia que la que tenían.

En Clandestinos se percibe, por parte de Gómez Fouz, el respeto, e incluso una cierta admiración, hacia el profesional y hacia el hombre valeroso: en este sentido, y aunque estuvieran en campos antagónicos, la actitud del autor hacia dirigentes comunistas como Horacio Fernández Inguanzo, Ángel León o Gerardo Iglesias, no resulta muy distinta a la que manifiesta frente al comisario Ramos. No se trata de disculpar a unos y a otros, sino de señalar que Horacio, el legendario Paisano, fue un hombre íntegro, que lo sacrificó todo a una idea, mientras que Claudio Ramos Tejedor era, en un aspecto estrictamente profesional, un policía competente. Horacio Fernández Inguanzo luchaba por un modelo de sociedad: la misión de Ramos consistía en impedir que ese modelo pudiera imponerse. Cuando, al fin, el Paisano es detenido, se cuenta que le dijo Ramos: «Ya es hora de que nos presentemos.» Era natural que el policía y el clandestino acabaran coincidiendo. Aunque esta detención no tuvo carácter irreparable. Ramos, todo lo más, sólo podía retrasar lo que se veía venir, y que no fue, en modo alguno, ni aquello por lo que Horacio Fernández Inguanzo luchaba, ni lo que procuraba el comisario Ramos, por todos los medios, impedir.

La lucha del clandestino es dura. La lucha contra el clandestinos es dura, igualmente hay pocas concesiones porque se desarrolla en subterráneos oscuros, ocultos a la vista de la mayoría de los ciudadanos, sin otros testigos que quienes se encuentren implicados en ella. Acaso las concesiones se hagan en torno al informador, precisamente porque es la excepción, aunque en casos de prudencia extremada (y en la clandestinidad, toda prudencia es poca) se vean confidentes por todas partes: como en la citada novela de Chesterton, el la que todos los conspiradores eran policías. Y eso que, en la época que presenta Gómez Fouz en este libro, el régimen del general Franco ya no era lo que había sido. De la década del cincuenta, en la que se producen los primeros movimientos obreros y estudiantiles de decidida oposición a la dictadura, a la del sesenta, el cambio es perceptible. El sistema es menos monolítico. No es que hubiera mayor tolerancia, pero la represión empezaba a ser menos brutal. Como toda dictadura que se precie, el régimen franquista era policial, pero al lado de las estrictas policías del nacionalsocialismo y del socialismo real, la policía franquista presentaba un tono más artesano.

En los interrogatorios se insistía en montar el teatrillo del «policía malo» y el «policía bueno», por si, ante las amenazas del «malo» o la insinuada protección del «bueno», el acongojado y desvalido detenido se decidía a hablar. Pero no se recurría a la tortura, tanto como se rumoreaba y temía, salvo en algunos caso puntuales, como la represión de las huelgas mineras. La gran «bestia negra» de la policía político-social, al menos en Asturias, eran las clases proletarias y, dentro de éstas, los mineros de forma muy especial. De todos modos, por desconocimiento, es decir, por la mala información, la policía exageraba la potencia de los adversarios del régimen. Cuando de aquella se hablaba del «socorro rojo», parecía como si la «conspiración judeo-masónica-marxista» estuviera en marcha, presta a desembarcar en cualquier Normandía del desprotegido territorio español. Pero el «socorro rojo» y similares se reducían a cuatro perras y a un par de números de Mundo Obrero, que pasaban de mano en mano con religiosa unción, y los temidos «enemigos del régimen» se + limitaban a una minoría exigua, aunque entusiasta. En la década del sesenta, con la bonanza económica, la mayoría del país era franquista, cuando menos porque no estaba dispuesta a dejar de serlo a cambio de improbables aventuras políticas. Bien es cierto que esa sociedad se hizo «demócrata» de la noche a la mañana y sin mayores dificultades, y que feroces franquistas de aquel tiempo, de haber sabido que dentro del socialismo cabían sujetos de la calaña de Trevín Lombán, hubieran contribuido a la caída de Franco, para seguir haciendo buenos negocios de forma más descarada. Por este motivo, los clandestinos no sólo habían de luchar contra la dictadura y protegerse de las amenazas de la policía secreta, sino que, además, contaban con otro inconveniente, más firme que los dos enemigos declarados: la indiferencia, cuando no el colaboracionismo, de la mayor parte de la población. Ni la policía tenía tanto poder ni tanta información como suponían los «enemigos del régimen», ni éstos eran tantos, ni disponían de medios, ni estaban organizados como la policía recelaba. La visión de unos y otros, policías y clandestinos, estaba deformada por una información deficiente, cuando no disparatada.

En una sociedad colaboracionista, como lo era la española de los años sesenta, el régimen policial se reafirma: no porque la policía contara con mejores efectivos, que eran bastante escasos, como Gómez Fouz precisa, sino porque se respiraba un clima policial. El confidente, especie de lo más vil, podía multiplicarse de manera espontánea entre ciudadanos que se tenían por respetables pero que estaban dispuestos a apuntalar el sistema por medio de la denuncia solapada o del anónimo. Ya no era el informador un pobre diablo tan solo, sino alguien que pretendía hacer méritos con el régimen policial, no sólo denunciando al disidente, sino, sobre todo, rechazando al disidente, haciéndole el vacío, contribuyendo a expulsarle de la sociedad. Se trataba de aquello a lo que Gustavo Bueno llamó «la policía inmanente», mucho más poderosa y totalizadora que las presencias inquietantes del comisario Ramos o del inspector Núñez Ispa. El miedo generalizado, y no siempre justificado, hacía ver a policías por todas partes, como en aquel simpático poema de D. Ramón de Campoamor, El amor y el río de piedra, donde el desertor fugitivo, a donde quiera que miraba, veía guardias civiles:

Porque Jaime, sintiendo trasudores, de improviso gritó: «¡Guardias civiles!», pues para un desertor, en la apariencia, no hay más hombres que guardias y alguaciles.

El temor a la policía multiplica el número de policías, que también el miedo es «gran pintor de espectros»; y lo más bajo del hombre, según afirmo Faulkner en su discurso de Estocolmo. La policía, a su vez, veían tantos comunistas como los antifranquistas veían policías. Cualquier gesto de disidencia, por tímido que fuera, bastaba para recibir el sambenito de «comunista». Desde luego, nunca hubo tantos comunistas como la policía buscaba. Pero esto no es inconveniente para reconocer y señalar, una vez más, que el Partido Comunista de España estuvo siempre y en todo momento y lugar, sin reparar en medios, peligros o sacrificios de sus militantes, a la cabeza de la lucha antifranquista. E incluso una indecisa aunque creciente oposición burguesa o procedente de círculos católicos avanzados, hubo de articularse en torno o en los aledaños del P.C., que era el partido por antonomasia: un partido real aunque oculto, que significaba el vigoroso contraste con el inexistente, si no era a vaporosos efectos burocráticos, «partido único». En aquella segunda confrontación entre «rojos» y «azules», la superioridad moral y efectiva de los primeros sobre los segundos era indiscutible.

La Universidad de Oviedo, que fue el ambiente donde yo me movía por aquella época, presentaba unas características especiales, lúcidamente analizadas por Gustavo Bueno en un artículo memorable, «La excepción de Oviedo», que, en su día, causó sensación. Yo creo que la policía secreta tenía bastante controlado este ámbito, gracias, sobre todo, a la «policía inmanente». La mayoría de los estudiantes no estaban dispuestos a comprometerse, por presión familiar y por no perjudicar a sus carreras futuras; lo que suponía, el convencimiento pesimista de que el franquismo tenía cuerda para rato. Por su parte, la policía se preocupaba, de manera muy especial, de que no se establecieran contactos entre la Universidad y las cuencas mineras. Contactos que terminarían formalizándose, sin tardar mucho, debido a la idea, práctica y brillante, de los Clubs Culturales. El temor a la delación, no obstante, puede que haya sido más intenso en el medio universitario que en otros medios, en parte por la lectura de autores como Jean-Paul Sartre o Albert Camus, entonces muy de moda, y que concedían a la delación un tratamiento literario, procedente del peso del recuerdo de la ocupación alemana y de la clandestinidad (mucho más arriesgada que la anti-franquista de los años sesenta) de la Resistencia. La delación presentaba formas complejas, que incluían, en ocasiones, la delación del propio confidente. El inspector Núñez Ispa, de la policía político-social, «eterno estudiante de tercero de Derecho», como se le calificó en un panfleto, que solía presentarse en el patio del casón de la calle San Francisco (donde se encontraban las facultades de Filosofía y Letras y Derecho) ataviado con una chaqueta como las usadas por los colegiales del Colegio Mayor San Gregorio, era objeto de vigilancia especial por parte de los «clandestinos», que deducían la posible vinculación con la policía de los estudiantes que mantenían alguna relación con él entre clase y clase. Había también grupos a los que, una vez más, se le concedía mayor importancia de la que tenían, de signo más o menos fascista, como «Defensa universitaria», que de buena gana se hubieran transformado en para-policiales si se les hubiera permitido. Pero la colaboración de estos animosos muchachos estaba muy restringida, y sé de uno que fue detenido en el Paseo de los Álamos, en Oviedo, la tarde de la primera manifestación contra la guerra del Vietnam, por haberse obstinado en colaborar con las fuerzas del orden «más allá de lo que le exigía el deber». Cuando, sin duda alguna, algún miembro de la policía armada o de la secreta le ordenó que circulara en lugar de estar de mirón, el entusiasta espontáneo se habrá encrespado con el consabido: «¡Usted no sabe quién soy yo!», y fue al furgón policial de cabeza.

En cualquier caso, la presión policiaca sobre el movimiento universitario en Oviedo fue muy inferior a la que mantenía en las cuencas mineras. No obstante, tengo la impresión de que en el movimiento obrero había menos obsesión por los delatores que en el universitario, al menos entre aquellos que no dependían directamente del P.C. Incluso en algunos casos, como el que de forma sobresaliente se expone en esta obra, se desconocía o se le quitaba importancia a la baja ocupación de confidente, cosa que en modo alguno sucedía en círculos políticos más conscientes y estrictos (como los que entraban en la órbita comunista).

De haberse publicado este nuevo libro de J.R. Gómez Fouz hace treinta años, se habrían evitado muchos sobresaltos, sospechas, temores, conjeturas desmesuradas y acusaciones falsas. La clandestinidad, insisto, engendra al delator, delatores los hubo en los dos bandos, y quienes no actuaban para la policía, sino para su causa, se mostraban activos buscando posibles confidentes de la policía. El miedo a los delatores magnificaba la delación, multiplicándola. De este modo, cierto conocido estudiante de Derecho fue señalado en un panfleto como confidente de la policía, denuncia a la que se opuso el futuro presidente del Principado Juan Luis Rodríguez Vigil (que ya por aquel entonces, como correspondía a un futuro dirigente socialista, entendía la íntima relación que para algunos existe entre la dignidad personal y el dinero), argumentando que tal estudiante no podía descender a ocupaciones tan canallescas habida cuenta que pertenecía a una familia de desahogada posición económica. Con lo que se concreta también otro punto importante: se quería creer que el confidente de la policía delataba por dinero, mientras que los del otro bando actuaban por ideas o por defenderse.

Clandestinos, de Gómez Fouz, es recuento de historia oculta. No todos salen airosos en esta historia, cosa natural e inevitable. pero sin las actividades en las cloacas no hubiera sido posible sentarse ante una mesa a negociar, que es lo propio de la higiénica y correcta política actual. Mas antes, ¡cuántas manos sucias! Como escribió Shakespeare (Macbeth, acto V, escena I), «ni todos los perfumes de Arabia endulzarían esta mano».

José Ignacio Gracia Noriega

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