Los Consejos de Guerra.

En los Consejos de Guerra se utilizaban tres extrañas figuras jurídicas que de mayor a menor gravedad eran: "rebelión", "auxilio a la rebelión" y "apoyo a la rebelión", invirtiendo el término de rebelde para los vencidos. Otras condenas eran:
exaltación a la rebelión", "tenencia de armas", "sedición", "conspiración", inducción" y deserción.

Había otro segundo procedimiento que seguía al juicio militar y que tenía carácter administrativo, era la aplicación de la responsabilidad civil. Multas económicas que suponía el desembolso de enormes cantidades de dinero (en moneda "nacional"). Le era impuesto a personas, por lo general, de escasa o nula economía, por lo que lo más común era que el Estado aplicase la formula del embargo de las tierras, la casa, los muebles..., de todo.

Esta cruel persecución, se aplicaba -incluso- a las familias de los fusilados, quienes además del sufrimiento originado por la pérdida de un ser querido, se veían abocados muy frecuentemente, a la más absoluta ruina.

Muchos combatientes republicanos, cuando se encontraban ante los Tribunales franquistas, se veían impotentes y desesperados: no podían entender como se les acusaba de rebeldes cuando habían defendido al gobierno legalmente constituido. Los mismos prohombres del régimen -entre ellos Serrano Suñer, cuñado de Franco y Ministro de Asuntos Exteriores- reconocían que se trataba de una "justicia al revés", es decir los rebeldes juzgando como tales a los defensores de la legalidad.

Los Tribunales basaron su actuación, tanto durante la guerra como en la postguerra, en la aplicación del Código de Justicia Militar, previsto en tiempo de guerra para la población militar y por tanto mucho mas duro que el Código Civil.

La rapidez de los Consejos de Guerra era pasmosa. Era común encontrar reunidas 15 o 20 personas que nada tenían que ver entre si, juzgados por la misma causa, todo ello unido al escaso o nulo papel desempeñado por el defensor, lo que hacía que los juicios careciesen de las mínimas garantías jurídicas.

Cuando se producía la condena a muerte, los familiares podían recabar firmas entre los vecinos del pueblo del acusado, pero debían ser suscritos por el cien por cien de los mismos, requisito imposible si se tenían en cuenta los odios personales suscitados por la guerra, las rencillas, los rencores, etc.

Así todo, incluso llegaron a ser ejecutados algunos sentenciados que habían conseguido obtener la unanimidad de las firmas.

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