MOTOR&VIAJES, Nº 32 (1997)
Era un Peugeot 203, gris marengo, o algo así, un coche que levantaba una nube de polvo y piedras en la carretera de la Hijuela que llevaba hasta el pueblo del verano y hacía correr detrás a la chiquillería al grito de: "¡Que viene el haiga Chimonco!".
Entonces había bastantes carreteras sin asfaltar. Las asfaltaron cuando aquello de Fraga y los paradores y los mesones y el estilo español: mucho cuarterón, profusión de santos tullidos y comistrajos en cazuela ardiente.
Fue un viaje agotador desde Pamplona hasta el pueblo de mi bisabuelo materno, Susilla de Valderredible, en Santander, toda una aventura, de la que quedan en mi memoria ecos de voces, de silencios, el olor de las manzanas, el olor del molino de chocolate, el olor de la gasolina que me mareaba, el olor de la tapicería del coche, parecido al del gramófono del "soy soldado de levita, de esos de caballería"; el olor del polvo y del trigo trillado en la era, y el Peugeot al fondo como un tótem raro, ajeno.
Un viaje en el que mi padre, viniera o no a cuento, ponderó mucho la tecnología francesa, al tiempo que los intermitentes, aquellos bracillos mecánicos, hacían mucho clic, clac, clic, clac. El Peugeot, en Navarra, fue durante muchos años coche de contrabandistas. De manera que cuando se veía un coche de éstos por la calle conducido por un tipo, arremangado o pincho, pero puroalmorro, y por tanto feliz, ya se sabía qué profesión tenía el conductor. Mi padre no era contrabandista, era boticario, pero para el caso lo mismo.
Pasamos todo el día de julio en carreteras en mejor o peor estado. Nos paró la Guardia Civil un par de veces. Paraban mucho a los coches para ver si llevaban comida o cosas. Aunque esto igual era en otro viaje, pero siempre de noche. Les habríamos dicho que éramos gente de paz, o algo. Siempre había alguno que sacaba la cabeza por la ventanilla y gritaba: "¡España!". Había gente muy rara entonces y hacía un calor endemoniado. Dicen que era el primer coche que llegaba hasta allí en muchos años. "Era el año 53", me dice una voz que sale de la sombra. Como en las novelas de Benet, pero con olor a tortilla de patatas verdosa comprada en un ventorro. Fue un viaje larguísimo con pinchazos y arreglos aproximados, de mucho mapa y mucho ir y venir y más "por aquí", "por allí". Cuando cayó la noche estábamos casi irremediablemente perdidos. Les oigo todavía hablar de los lobos que bajaban en invierno cuando el pueblo se quedaba aislado por la nieve, y en seguida de los de la FAI y luego de los maquis y luego de los bandidos, el Juanín, el famoso Juanín, que eran los mismos aunque pareciera que eran distintos, que habían secuestrado por aquellos andurriales al hijo del dueño de una fábrica de galletas. Entre una cosa y otra estaban, estábamos, seriamente aterrorizados.
Yo los sigo viendo, aunque sea con los ojos cerrados, que es como se ven de verdad estas cosas, con el coche parado en aquel paraje agreste y desconocido, la carretera sin asfaltar, mirando y remirando a la luz de la guantera un mapa amarillo de la Michelín que es donde es fama que viene casi todo y lo que no viene pues no existe o poco menos.
Entonces había muchas cosas que no venían en los mapas. El país profundo lo llaman ahora. Nosotros estábamos en él y estábamos en parte alguna, esperando la llegada de los bandidos, de los lobos, de los maquis, perdidos. De pronto hubo una algarabía de esquilas: "¡Los maquis, los maquis!". Era un formidable rebaño de ovejas que rodeó el coche durante un buen rato con sus balidos y sus ojos amarillos y rojos, amarillos de noche serían para siempre, en nuestros ojos, en silencio, pegados a las ventanillas. No había pastor. Se fueron como habían venido dejando el suelo cubierto de cagaditas que al cabo nos llevaron hasta el pueblo. "Como Pulgarcito", dice una voz que viene de allá lejos y hace tiempo.
Miguel Sánchez-Ostiz. Autor de La caja china y Las estancias del Nautilus, acaba de publicar No existe tal lugar (Anagrama).
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