El tiempo de los perdedores.

Jesús Ruiz Mantilla
Suplemento del País. 22/04/2001

Montxo Armendáriz vuelve a esgrimir su cine comprometido en ‘Silencio roto’ y conversa con tres de sus protagonistas, Lucía Jiménez, Juan Diego Botto y Álvaro de Luna, sobre los maquis, los vencedores y los vencidos en la España de la posguerra.
Aquella España fría, de tabernas con mesas de madera y aceite de ricino, no estaba preparada para el turismo rural. Entre los bosques verdes y rojizos de hoja caduca donde se escondían los maquis, el silencio se rompía a tiro limpio, con los jadeos de los malheridos y las pisadas de las partidas de guardias civiles que subían a buscar el rastro de los perdedores. Ese mundo y su trasfondo, donde se masticaba la violencia, la delación, las palizas, la humillación de la derrota y la sonrisa altiva de los victoriosos, es el que retrata Montxo Armendáriz en Silencio roto, la película que estrena el director de Secretos del corazón el próximo viernes.

      En ella están Lucía Jiménez, cuyo personaje, que lleva el mismo nombre de la actriz, llega a un pueblo en el que las heridas supuran abiertas; Juan Diego Botto, que es un herrero que se caga en Judas por no blasfemar y ahorrarse un escarnio público, y se tira al monte cuando ve que aquello hay que cambiarlo, y Álvaro de Luna, un maestro retirado a la fuerza porque las lecturas le han dado esa claridad peligrosa capaz de rebatir la barbarie sin usar los puños. Los tres actores y el director, reunidos por El Espectador, hablan de la época, en torno a un café, sin nostalgia, pero conscientes de la necesidad de recuperar en la memoria a los que lucharon por la libertad cuando la cosa estaba muy cruda.

      Abren fuego los dos mayores: Armendáriz, nacido en 1949, y De Luna, que tenía un año cuando comenzó la guerra civil. “Es obligado reconocer el mérito de los guerrilleros que en esos tiempos tan duros lucharon para que las cosas cambiaran. Y hay que decir que fueron luchadores por la libertad y no bandoleros”, empieza don Álvaro, actor de temple y conversación con mesa de tarde reservada a diario en el Café Gijón, para la tertulia. Armendáriz sigue: “Hablando con ellos hoy, gente de 80 años, compruebas que siguen fieles a sus ideas en una sociedad en la que las creencias son de hora y media”, cuenta el director, que antes del rodaje de la película, que tuvo lugar cerca de Roncesvalles, en Navarra, entre septiembre y noviembre de 2000, llevó a todos los actores a un homenaje a los guerrilleros en Cuenca.

      En esa reunión, Lucía y Juan Diego pudieron ver y tocar de cerca a los personajes que estaban a punto de encarnar y de los que tenían referencias por los libros que Armendáriz les había aconsejado leer. “Yo de los maquis no sabía nada”, confiesa la joven Lucía, que se ha dado a conocer en sus apariciones en La buena vida, de David Trueba, o en Kashba, de Mariano Barroso. Durante el rodaje tenía 21 años, algo que no ha impedido que se echara casi todo el peso de la película a la espalda. “Sabía de la gente que se había querido ir. Mi abuela me ha contado mucho de ellos, les veía como héroes. Ahora, después de conocerlos a fondo, no entiendo por qué en el colegio no nos hablan de estas cosas, son personas ejemplares”, reivindica la actriz segoviana de sonrisa fresca y pelo rubio, que, antes que otra cosa, se considera cantante, líder del grupo Quién Ha Dicho 9. “Mis referencias sobre los maquis eran ninguna. Cero. Sabía de ellos porque vi Luna de lobos –la película de Julio Sánchez Valdés basada en la novela de Julio Llamazares– y porque una vez viajaba en coche por no sé dónde, por Andalucía, creo, y me enseñaron unas cuevas en una montaña donde decían que se habían escondido algunos”.

      Y es que maquis hubo por todas partes. Allí donde existiera un monte para el que se pudiese tirar, encontrabas uno. “Yo también pensaba que las partidas estaban por el norte, por León, Asturias, Cantabria, Navarra, el País Vasco; pero luego me ha sorprendido encontrar agrupaciones en Levante, Extremadura y Andalucía”, dice Armendáriz. Estaban organizados pero dispersos, y luego fueron dejados de la mano de Dios, con pocas armas y la comida caliente que les quisieran dar algunos paisanos del pueblo que no comulgaban con el nacionalcatolicismo de pelo negro, peinado para atrás con brillantina y raya recta. Ese ascenso y caída está en Silencio roto. Lo mismo que se respiran en ella las causas justas que les indujeron a atrincherarse, las ilusiones rotas y las divisiones internas que llevaron a algunos a emular a Caín y Abel. Gran dignidad.

      “Pero sobre todo eran personas austeras, con una gran dignidad, que no pedían nada a cambio, que luchaban porque veían que en su país se estaba viviendo una injusticia. Son gente que sobrecoge, porque no esperan nada tampoco. No han medrado, no tienen nada, y lo menos que se puede hacer es reconocer su sacrificio”, arguye Álvaro de Luna. Tampoco eran personas muy ideologizadas. No recitaban a Marx y a Lenin de memoria, simplemente tenían cuatro ideas muy claras de lo que estaba bien y lo que estaba mal. De ahí que una de las frases que mejor les define en la película sea la que sale de la boca de una Mercedes Sampietro en estado de gracia, cuando dice: “No hace falta tener ideas; con ver las cosas, ya sabes lo que tienes que hacer”.

      La mala balanza en la que no se reconocen los méritos de cada cual y los precios que pagaron unos y otros es algo que toca muy de cerca a Juan Diego Botto, joven hispano-argentino, que salió de su país cuando era un niño empujado por la negrura de las botas militares. “No estoy muy de acuerdo con algunas reconciliaciones. En Argentina siempre nos tenemos que reconciliar los mismos, los perdedores. No pagan los que han cometido barbaridades. Nací en un país en donde las generaciones presentes olvidan el pasado y parte de la historia. Hay que luchar para recordar. Aquí también la del olvido ha sido una gran victoria y hay que reivindicar el significado de la lucha que llevaron a cabo estas gentes como un testamento”, cuenta el actor de ojos oscuros e inmensos que estas semanas ha triunfado en el teatro con Rosencrazt y Guilderstein han muerto, de Tom Sttopard.

      La obra precisamente es la que apura a Juan Diego después de ser tan contundente en los juicios. El actor tiene que dejar la reunión y se levanta de la mesa para acercarse al teatro. La cosa queda en un trío en el que Lucía Jiménez está dispuesta a aprender muchas cosas. Por ejemplo, la importancia que supone que los actores que trabajan en cine se preparen en escena, algo que defiende De Luna y que Armendáriz comprende que no se haga. Con Botto camino del escenario, el director dice: “Es más fácil y más rápido para ellos triunfar en el cine. También se gana más dinero. La formación para este medio requiere menos exigencia. En el teatro debes tener un dominio del cuerpo, de la voz y la puesta en escena que requiere mucho más esfuerzo”, comenta. De Luna disiente algo y ve muchas dificultades en el cine: “El teatro es dificilísimo hacerlo para los jóvenes, pero el cine es imposible. En el teatro se sale del paso. Hay una progresión del personaje en la acción. En el cine, a las tres y cuarto lloras porque se ha muerto tu hermano y a las cuatro estás contento porque al personaje le ha tocado la lotería, es muy complicado meterse en situación”, dice el actor. Ésa es la explicación para que en teatro, a menudo, se vean cosas geniales, y en cine, sólo algunas veces. “Por supuesto Silencio roto es una de ellas”, dice De Luna, ante la mirada atenta e inquisidora de Armendáriz, que no deja de enroscarse los rizos de su melena cana con los dedos. Sobre el hambre del teatro, para cerrar el paréntesis, Lucía Jiménez tiene algo que decir. “También es cierto que a los actores jóvenes nos ofrecen muy poco. Yo estoy deseando hacerlo, porque empecé así y nadie me llama”, apunta.

      Pero la conversación vuelve al terreno que habían ganado los maquis en un país en el que se hurga poco en las heridas. “No sé por qué en España se hace poco cine sobre la guerra. Será porque no es comercial o porque tenemos un sentido de culpa, un complejo. Los americanos han explotado hasta la saciedad el western y su guerra civil; en Francia también se han contado muchas cosas sobre la resistencia, y a nosotros nos da miedo y vergüenza analizar el pasado. Nadie tiene que ver en ello ajustes de cuentas”, afirma el director, que también descubrió la tela de araña de esos mundos ocultos que se escondían en los Secretos del corazón, que llegó a ser candidata al Oscar a la mejor película extranjera en 1999.

      Armendáriz confiesa que tenía cierto terror de volver a rodar después del éxito redondo que supuso su anterior filme. Pero tuvo que vencerlo. “Era pavor lo que tenía. Pero me hice una especie de lavado de cerebro y me dije que debía intentar buscar algo. Así me fue seduciendo esta historia. Con eso y la voluntad de trabajar e intentar que los éxitos pasados no pesaran, sino que la experiencia me ayudara, me puse a hacer Silencio roto”, cuenta. No dar la espalda al presente

      Y sigue: “A mi edad, las historias que me interesan están en esos años de la posguerra, son esos personajes los que me atrapan y me llevan a querer contar sus cosas”. Eso no supone que el director de Historias del Kronen o Las cartas de Alou dé la espalda al presente.

      En Secretos del corazón, además de los niños protagonistas, las mujeres, interpretadas por la madre Silvia Munt y las tías Charo López y Vicky Peña, cargaban con un peso fundamental. En Silencio roto, los papeles de Lucía Jiménez, María Botto –hermana de Juan Diego en la realidad y la ficción de esta película– y Mercedes Sampietro –que es la tía que acoge a la protagonista en el pueblo y se decanta por un bando aprovechando que el cacique de su marido es un tullido que no ve ni oye más allá de la radio de su habitación– sostienen la historia con la misma importancia. “Lo más sorprendente de todo es la actitud de las mujeres”, cuenta Jiménez, “su fuerza luchadora”. Y dirigiéndose al director, dice: “En eso también, Montxo, has acertado al llamar a mi personaje Lucía, porque ¿sabes qué significa ese nombre?”, inquiere la actriz. “Defensora del amor y la verdad”, descubre. “Pues no lo sabía”, confiesa Armendáriz.

      De agallas y arrojo tuvieron que aprender los más jóvenes del equipo, a los que Armendáriz se empeñó en corregir algunos gestos y giros de lenguaje que se empeñaban en meter y que él censuraba. “En aquella época no se hablaba así, ni se hacían ciertos gestos”, esgrime el autor de Tasio. Lucía, cuando ha visto la película, ha comprendido esa obsesión del jefe. “Ahora sé lo que nos decías”, le da la razón. No se decían ciertas cosas y no se actuaba según de qué formas. Entonces todo lo teñía y lo ensuciaba el barro del silencio. Una de las motivaciones que explicaban por qué se empuñaban las armas, algo que tampoco se comprende por qué se hace ahora. “En el homenaje de Cuenca me lo explicaron muy claro”, cuenta De Luna, “me dijeron que la violencia era la única forma de lenguaje que les dejaron tener. Ahora es al revés, los que matan tienen los cauces y no se entiende que empuñen las armas”. Eran otros tiempos, a Dios gracias.

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